31 Enero 2010
Mientras buena parte de América Latina parece estar emergiendo exitosa, aunque lentamente, de la crisis financiera y económica de 2008-2009, destaca un par de grandes excepciones.
La región verá un crecimiento de entre 3 y 4% este año, y sus mayores economías, México y Brasil, recuperarán parte (México) o casi todo (Brasil) el terreno que perdieron el año pasado.
Pero Argentina y Venezuela parecen estar arruinando sus oportunidades de regresar al crecimiento y estabilidad, en ambos casos por razones políticas similares.
La situación argentina quizá sea la menos inquietante, en parte porque el país ha acostumbrado a los mercados mundiales, los inversores extranjeros y sus propios habitantes a una economía llevada a extremos peligrosos de un tipo que rara vez se ve en otras partes, incluso en América Latina.
Después de haber suspendido los pagos de su deuda en 2002, experimentando una hemorragia financiera masiva posteriormente en esa misma década, redescubrió la ruta hacia tiempos mejores gracias a un auge mundial de las materias primas o “commodities” (particularmente soya), una macrodevaluación de su moneda y una rebaja marcada en los pagos a sus acreedores.
Pero hizo todo esto al precio de manipular el índice inflacionario, imponer impuestos sobre las exportaciones de las empresas agrícolas e interferir con la autonomía del Banco Central. A últimas fechas ha estado haciendo algo más que interferir.
La presidenta argentina Cristina Fernández y su esposo, el ex presidente y ahora aspirante a futuro presidente Néstor Kirchner, son sumamente ambiciosos, pero enormemente impopulares hoy en día. Esperan perpetuar su sociedad de relevos en la presidencia, y para lograr esto tienen que gastar mucho dinero internamente.
Para hacer lo anterior —sin elevar excesivamente los impuestos— necesitan acceso renovado al crédito exterior y, para obtenerlo, deben resolver sus problemas con acreedores a quienes no han pagado, los que no cedieron, y estar en condiciones de cumplir cómodamente sus obligaciones extranjeras este año.
La única forma de cuadrar estos círculos era saquear las considerables reservas de divisas duras del Banco Central y obtener US$6.500 millones. Pero el gobernador rehusó, Fernández lo despidió, un juez suspendió su despido y el caos hizo erupción. Casi seguramente, “los K”, como son llamados los Kirchner en Buenos Aires, ganarán esta batalla, pero a un precio muy alto. Estarán poniendo el peligro una recuperación que estaba en proceso pero no garantizaba su supervivencia indefinida en el poder. Así pues, recurrieron a un manejo estrictamente político de las finanzas de la nación. Esto podría funcionar, pero ciertamente resultará costoso a la larga.
Por su parte, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sin duda ha descubierto lo costoso que puede ser, y no precisamente a la larga. Ha mantenido un tipo de cambio sobrevaluado durante años, en parte para mantener modestamente feliz a sus clases medias alienadas —gracias a importaciones baratas de todos colores y tipos— y ha podido financiar la subsecuente profunda brecha comercial mediante sus enormes ingresos petroleros. Pero finalmente se le ha acabado el margen de maniobra.
El diferencial entre el tipo de cambio oficial, previamente de 2,15 bolívares por dólar, y el tipo de cambio del mercado negro, que en ocasiones alcanzó los 7 bolívares, así como la fuga de reservas, llegó a ser inmanejable. El 8 de enero finalmente se vio obligado a devaluar la moneda —algo que había prometido repetidamente que nunca pudiera hacer— lo que provocó un torrente de protestas, preocupaciones y conflictos a lo largo y ancho de Venezuela.
Hizo esto, además, en una forma tradicionalmente populista y política. Chávez creó un sistema de tipo de cambio de dos niveles, con una tasa para las importaciones “esenciales” (2,60 bolívares por dólar) y otra para todo lo demás (los llama “bienes de lujo”) de 4,30 bolívares por dólar. Este mecanismo, que ha sido intentado antes en casi todos los países de América Latina en uno u otro momento, siempre fracasa.
Las filtraciones de un tipo de cambio a otro, el brote de transacciones en el mercado negro, la reetiquetación de bienes de una lista a otra y la inevitable corrupción que genera en la burocracia encargada de administrar el sistema consistentemente han llevado al desastre.
Lo que es aún peor es que cualquier devaluación en América Latina, y particularmente en un país que importa prácticamente todo lo que consume y está acostumbrado a consumir mucho —se rumora que Venezuela encabeza al mundo en importaciones per cápita de whisky escocés—, genera una espiral inflacionaria fuera de control.
Esto ocurrió de la noche a la mañana en Caracas, cuando la gente entró en pánico y recurrió a compras masivas de bienes electrónicos, temerosa de que se elevaran de precio (como casi seguramente sucederá). Chávez trató de impedir el alza de precios con discursos y después envió a los militares a las tiendas para tratar de hacer que los precios recuperaran sus niveles del tipo de cambio anterior. Sobra decir que esta estrategia está condenada al fracaso. Si el Ejército realmente emprende la tarea de controlar los precios, todo lo que hará será expulsar los bienes de las tiendas hacia la calle y el mercado negro.
Chávez probablemente sobrevivirá a esta devaluación, que junto con los cortes de electricidad y la caída de su popularidad representan la peor crisis que ha enfrentado desde la huelga de 2003 en la empresa nacional petrolera. Pero, como los Kirchner en Argentina, pagará un precio por sobrevivir, y por haber politizado la política económica a tal grado que se necesitará mucho tiempo y dinero para reconstruir lo que ha destruido.
Hay dos formas de manejar una crisis económica: la forma correcta y la forma Chávez/Kirchner, esta última un contraste marcado con la de otros países de América Latina hoy en día.
2010 Jorge G. CastañedaDistribuido por The New York Times Syndicate Exclusivo para El Comercio en el Perú
La región verá un crecimiento de entre 3 y 4% este año, y sus mayores economías, México y Brasil, recuperarán parte (México) o casi todo (Brasil) el terreno que perdieron el año pasado.
Pero Argentina y Venezuela parecen estar arruinando sus oportunidades de regresar al crecimiento y estabilidad, en ambos casos por razones políticas similares.
La situación argentina quizá sea la menos inquietante, en parte porque el país ha acostumbrado a los mercados mundiales, los inversores extranjeros y sus propios habitantes a una economía llevada a extremos peligrosos de un tipo que rara vez se ve en otras partes, incluso en América Latina.
Después de haber suspendido los pagos de su deuda en 2002, experimentando una hemorragia financiera masiva posteriormente en esa misma década, redescubrió la ruta hacia tiempos mejores gracias a un auge mundial de las materias primas o “commodities” (particularmente soya), una macrodevaluación de su moneda y una rebaja marcada en los pagos a sus acreedores.
Pero hizo todo esto al precio de manipular el índice inflacionario, imponer impuestos sobre las exportaciones de las empresas agrícolas e interferir con la autonomía del Banco Central. A últimas fechas ha estado haciendo algo más que interferir.
La presidenta argentina Cristina Fernández y su esposo, el ex presidente y ahora aspirante a futuro presidente Néstor Kirchner, son sumamente ambiciosos, pero enormemente impopulares hoy en día. Esperan perpetuar su sociedad de relevos en la presidencia, y para lograr esto tienen que gastar mucho dinero internamente.
Para hacer lo anterior —sin elevar excesivamente los impuestos— necesitan acceso renovado al crédito exterior y, para obtenerlo, deben resolver sus problemas con acreedores a quienes no han pagado, los que no cedieron, y estar en condiciones de cumplir cómodamente sus obligaciones extranjeras este año.
La única forma de cuadrar estos círculos era saquear las considerables reservas de divisas duras del Banco Central y obtener US$6.500 millones. Pero el gobernador rehusó, Fernández lo despidió, un juez suspendió su despido y el caos hizo erupción. Casi seguramente, “los K”, como son llamados los Kirchner en Buenos Aires, ganarán esta batalla, pero a un precio muy alto. Estarán poniendo el peligro una recuperación que estaba en proceso pero no garantizaba su supervivencia indefinida en el poder. Así pues, recurrieron a un manejo estrictamente político de las finanzas de la nación. Esto podría funcionar, pero ciertamente resultará costoso a la larga.
Por su parte, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sin duda ha descubierto lo costoso que puede ser, y no precisamente a la larga. Ha mantenido un tipo de cambio sobrevaluado durante años, en parte para mantener modestamente feliz a sus clases medias alienadas —gracias a importaciones baratas de todos colores y tipos— y ha podido financiar la subsecuente profunda brecha comercial mediante sus enormes ingresos petroleros. Pero finalmente se le ha acabado el margen de maniobra.
El diferencial entre el tipo de cambio oficial, previamente de 2,15 bolívares por dólar, y el tipo de cambio del mercado negro, que en ocasiones alcanzó los 7 bolívares, así como la fuga de reservas, llegó a ser inmanejable. El 8 de enero finalmente se vio obligado a devaluar la moneda —algo que había prometido repetidamente que nunca pudiera hacer— lo que provocó un torrente de protestas, preocupaciones y conflictos a lo largo y ancho de Venezuela.
Hizo esto, además, en una forma tradicionalmente populista y política. Chávez creó un sistema de tipo de cambio de dos niveles, con una tasa para las importaciones “esenciales” (2,60 bolívares por dólar) y otra para todo lo demás (los llama “bienes de lujo”) de 4,30 bolívares por dólar. Este mecanismo, que ha sido intentado antes en casi todos los países de América Latina en uno u otro momento, siempre fracasa.
Las filtraciones de un tipo de cambio a otro, el brote de transacciones en el mercado negro, la reetiquetación de bienes de una lista a otra y la inevitable corrupción que genera en la burocracia encargada de administrar el sistema consistentemente han llevado al desastre.
Lo que es aún peor es que cualquier devaluación en América Latina, y particularmente en un país que importa prácticamente todo lo que consume y está acostumbrado a consumir mucho —se rumora que Venezuela encabeza al mundo en importaciones per cápita de whisky escocés—, genera una espiral inflacionaria fuera de control.
Esto ocurrió de la noche a la mañana en Caracas, cuando la gente entró en pánico y recurrió a compras masivas de bienes electrónicos, temerosa de que se elevaran de precio (como casi seguramente sucederá). Chávez trató de impedir el alza de precios con discursos y después envió a los militares a las tiendas para tratar de hacer que los precios recuperaran sus niveles del tipo de cambio anterior. Sobra decir que esta estrategia está condenada al fracaso. Si el Ejército realmente emprende la tarea de controlar los precios, todo lo que hará será expulsar los bienes de las tiendas hacia la calle y el mercado negro.
Chávez probablemente sobrevivirá a esta devaluación, que junto con los cortes de electricidad y la caída de su popularidad representan la peor crisis que ha enfrentado desde la huelga de 2003 en la empresa nacional petrolera. Pero, como los Kirchner en Argentina, pagará un precio por sobrevivir, y por haber politizado la política económica a tal grado que se necesitará mucho tiempo y dinero para reconstruir lo que ha destruido.
Hay dos formas de manejar una crisis económica: la forma correcta y la forma Chávez/Kirchner, esta última un contraste marcado con la de otros países de América Latina hoy en día.
2010 Jorge G. CastañedaDistribuido por The New York Times Syndicate Exclusivo para El Comercio en el Perú