Sábado 1 de Mayo del 2010
Igual que cuando se rompe un desagüe, esta semana ha terminado por desbordarse la mugre de la corrupción que afecta al Estado, al gobierno y a muchas instituciones políticas, incluido el Partido Aprista.
Desde su origen colonial, la nación peruana ha sido asolada por la corrupción. A partir de la conquista las historias de traición entre los recién llegados, así como la inagotable lista de expoliaciones, conculcación de derechos y robos perpetrados contra criollos, indígenas e inclusive contra la corona, demuestra inequívocamente que la corrupción fue consustancial a la formación tanto del virreinato cuanto de la república.
En período ya casi bicentenario de independencia el fenómeno no ha menguado. Por solo citar a cuatro autores fundamentales como González Prada, Mariátegui, Basadre, y Salazar Bondy, se han dedicado miles de páginas a escrutar dónde están las raíces de la corrupción. Pero mientras unos las encuentran en la mala educación y otros en el sultanismo del Estado, el accionar de los corruptos sigue acelerándose mafiosamente afectando lo público y lo privado.
Pese a ello no existe, ni ha existido (salvo pequeñísimos períodos) una entidad exclusivamente dedicada a combatir la corrupción. Tampoco hay legislación coherente que sancione a quienes atentan contra el interés de la sociedad; y ni siquiera se han elaborado políticas permanentes para impedir que en el Perú contemporáneo un componente de la identidad social sea “la ética pública limitada”. Es decir aquella farsa que supedita el bien público al interés de los inescrupulosos que usufructúan malsanamente del poder político.
El Perú es un Estado carente de controles reales, lo cual se traduce en el gobierno de las masas a través de la demagogia, la perversión del ordenamiento legal, la aceleración de la crisis de valores y el aumento de la voracidad de ciertas cúpulas políticas y económicas que controlan al Perú como si fuera su chacra.
La falta de transparencia, la complicidad de aquellos legisladores, jueces y fiscales que prefieren archivar los casos de los grandes corruptos, incide en la perversión moral de un país en el cual todavía muchos prefieren la eficiencia de los gobernantes “que hacen aunque roben”.
Los últimos escándalos ratifican esa maldición, y no dejan duda de que quienes controlan ciertas posiciones clave de la administración estatal no son más que ladrones y sinvergüenzas. Se ratifica, además, que la decadencia no se ha revertido diez años después de la caída del fujimontesinismo.
En cuanto a la crisis del Apra, es una lástima que el presidente se limite a deslindar con su partido y los malos funcionarios, cuando debiera ser el primero en coger una escoba y barrer a esos que califica de ratas… Término que podría revisarse, porque ni siquiera esos roedores hacen tanto daño como quienes, con sus actos delictivos, generan la desesperanza en un pueblo que lucha por construir un futuro mejor.