Un obituario de la lucha anticorrupción
Lun, 26/04/2010 - 00:01
La verdad incómoda es que a pocos les interesa esto.
Lo más penoso de estas semanas prolíficas en denuncias no es la evidencia de que la corrupción actual sea más profunda de lo que muchos creyeron, sino la constatación de que la voluntad de encubrimiento y la vocación por la impunidad sean más fuertes que la decencia, y de que la lucha anticorrupción realmente no le interese a mucha gente ‘importante’ más allá del discurso rimbombante.
Es cierto que, dentro de todo –un ‘todo’ que también incluye el indulto escandaloso, con fuga de tondero, de J.E. Crousillat–, una consecuencia positiva es que la corrupción ha repuntado al primer lugar de la preocupación ciudadana. Pero ese interés no es compartido por los que cortan el jamón.
Una expresión de ello es la voluntad de encubrimiento de sectores relevantes que se suele manifestar en la típica respuesta de que la denuncia es promovida por los enemigos políticos o de que constituye un cargamontón con mala leche.
El libreto que sigue también es conocido: un pleito entre los que denuncian y los amigos del denunciado, y donde la corrupción destapada –es decir, la madre del cordero– pasa a un segundo y hasta tercer plano.
Y luego viene la contradenuncia al sospechoso de la primera denuncia, lo cual ahonda la sensación de que, para muchos, la lucha anticorrupción no es –como debiera ser– una política de moralización indispensable, sino un instrumento político: se encuentra el delito y se lo encarpeta para soltarlo en la ocasión propicia. Si esta no llega, la denuncia nunca se concreta.
En el Perú, es difícil que la lucha anticorrupción se entienda como objetivo en sí mismo. Se la usa como chaira. Y el que defiende la anticorrupción caiga quien caiga es visto como bicho raro, alguien con ganas de joder y que debe ser extirpado.
Esto no es extraño en un país en el que a la Universidad Católica le quieren imponer la consagración del plagio en su campus; donde el cardenal, para defender a Alex Kouri, critica que se ponga la corrupción en la agenda electoral (¿diría lo mismo si la acusación fuera a Marco Arana?); y donde seguramente en pocos días volverá a aparecer un amplio comunicado con firmas prestigiosas a favor de Jorge del Castillo y en contra de los que lo acusan, tal como ocurrió pocos días después del destape inicial de los petroaudios.
No es que la gente tenga, necesariamente, simpatía por la corrupción, sino que, en el Perú, las relaciones personales, la amistad, el compadrazgo, el hoy por ti mañana por mí, y la asociación interesada, pesan mucho más que la decencia. Esto constituye, en la práctica, la partida de defunción de la lucha anticorrupción.
Lun, 26/04/2010 - 00:01
La verdad incómoda es que a pocos les interesa esto.
Lo más penoso de estas semanas prolíficas en denuncias no es la evidencia de que la corrupción actual sea más profunda de lo que muchos creyeron, sino la constatación de que la voluntad de encubrimiento y la vocación por la impunidad sean más fuertes que la decencia, y de que la lucha anticorrupción realmente no le interese a mucha gente ‘importante’ más allá del discurso rimbombante.
Es cierto que, dentro de todo –un ‘todo’ que también incluye el indulto escandaloso, con fuga de tondero, de J.E. Crousillat–, una consecuencia positiva es que la corrupción ha repuntado al primer lugar de la preocupación ciudadana. Pero ese interés no es compartido por los que cortan el jamón.
Una expresión de ello es la voluntad de encubrimiento de sectores relevantes que se suele manifestar en la típica respuesta de que la denuncia es promovida por los enemigos políticos o de que constituye un cargamontón con mala leche.
El libreto que sigue también es conocido: un pleito entre los que denuncian y los amigos del denunciado, y donde la corrupción destapada –es decir, la madre del cordero– pasa a un segundo y hasta tercer plano.
Y luego viene la contradenuncia al sospechoso de la primera denuncia, lo cual ahonda la sensación de que, para muchos, la lucha anticorrupción no es –como debiera ser– una política de moralización indispensable, sino un instrumento político: se encuentra el delito y se lo encarpeta para soltarlo en la ocasión propicia. Si esta no llega, la denuncia nunca se concreta.
En el Perú, es difícil que la lucha anticorrupción se entienda como objetivo en sí mismo. Se la usa como chaira. Y el que defiende la anticorrupción caiga quien caiga es visto como bicho raro, alguien con ganas de joder y que debe ser extirpado.
Esto no es extraño en un país en el que a la Universidad Católica le quieren imponer la consagración del plagio en su campus; donde el cardenal, para defender a Alex Kouri, critica que se ponga la corrupción en la agenda electoral (¿diría lo mismo si la acusación fuera a Marco Arana?); y donde seguramente en pocos días volverá a aparecer un amplio comunicado con firmas prestigiosas a favor de Jorge del Castillo y en contra de los que lo acusan, tal como ocurrió pocos días después del destape inicial de los petroaudios.
No es que la gente tenga, necesariamente, simpatía por la corrupción, sino que, en el Perú, las relaciones personales, la amistad, el compadrazgo, el hoy por ti mañana por mí, y la asociación interesada, pesan mucho más que la decencia. Esto constituye, en la práctica, la partida de defunción de la lucha anticorrupción.