Por: Mario Vargas Llosa Escritor
Domingo 21 de Febrero del 2010
Esta mañana, a la hora del almuerzo, escuché a mi hija Morgana contar los cuentos que les cuenta, a ella y a Stefan, su marido, la compañía de Cable Mágico para justificar su demora en instalarles el sistema de televisión por cable. Les juran que irán esta tarde, mañana, mañana en la tarde, y nunca van. Hartos de tanto cuento, han decidido pasarse a la competencia, Direct TV, a ver si es más puntual.
Lo ocurrido a Stefan y Morgana me ha tenido varias horas recordando la maravillosa historia de Ventilaciones Rodríguez S.A. que viví y padecí cerca de doce meses, aquí en Lima, hace la broma de treinta años. Nos habíamos comprado una casa en el rincón de la ciudad que queríamos, frente al mar de Barranco, y un arquitecto amigo, Cartucho Miró Quesada, me había diseñado en toda la segunda planta el estudio de mis sueños: estantes para libros, un escritorio larguísimo de tablero muy grueso, una escuadra de sillones para conversar con los amigos, y una chimenea junto a la cual habría un confortable muy cómodo y una buena lámpara para leer.
Las circunstancias harían que la pieza más memorable del estudio fuera, con el tiempo y por imprevistas razones, la chimenea. Era de metal, aérea y cilíndrica y Cartucho la había diseñado él mismo, como una escultura. ¿Quién la fabricaría? Alguien, tal vez el mismo Cartucho, me recomendó a esa indescriptible empresa de apelativo refrigerado: Ventilaciones Rodríguez S.A. Recuerdo perfectamente aquella tarde, a la hora del crepúsculo, en que su propietario y gerente, el ingeniero Rodríguez, compareció en mi todavía inexistente estudio para firmar el contrato. Era joven, enérgico, hablador, ferozmente simpático. Escuchó las explicaciones del arquitecto, auscultó los planos con ojos zahoríes, comentó dos o tres detalles con la seguridad del experto y sentenció: “La chimenea estará lista en dos semanas”.
Le explicamos que no debía apurarse tanto. El estudio solo estaría terminado dentro de mes y medio. “Ese es su problema”, declaró, con un desplante taurino. “Yo la tendré lista en quince días. Ustedes podrán recogerla cuando quieran”.
Partió como una exhalación y nunca más lo volví a ver, hasta ahora. Pero juro que su nombre y su fantasma fueron la presencia más constante y recurrente en todos los meses sucesivos a aquel único encuentro, mientras el estudio se acababa de construir y se llenaba de libros, papeles, discos, máquinas de escribir, cuadros, muebles, alfombras, y el hueco del techo seguía allí, mostrando el grisáceo cielo de Lima y esperando a la chimenea que nunca llegaba.
Mis contactos con Ventilaciones Rodríguez S.A. fueron intensos, pero solo telefónicos. En algún momento yo llegué a contraer una pasión enfermiza por la secretaria del ingeniero Rodríguez, a quien tampoco nunca vi la cara ni conocí su nombre. Pero recuerdo su voz, sus zalamerías, sus pausas, sus inflexiones, su teatro cotidiano, como si la hubiera llamado hace media hora. Hablar con ella cada mañana, los cinco días hábiles de la semana, se convirtió en un rito irrompible de mi vida, como leer los periódicos, tomar desayuno y ducharme.
“¿Qué cuento me va usted a contar hoy día, señorita?”, la saludaba yo.
Ella nunca se enojaba. Tenía la misma irresistible simpatía de su jefe y, risueña y amable, se interesaba por mi salud y mi familia antes de desmoralizarme con el pretexto del día. Confieso que yo esperaba ese instante con verdadera fascinación. Jamás se repetía, tenía un repertorio infinito de explicaciones para justificar lo injustificable: que pasaban las semanas, los meses, los trimestres y la maldita chimenea nunca llegaba a mi casa. Ocurrían cosas banales, como que el señor de la fundición caía preso de una gripe con fiebres elevadas, o verdaderas catástrofes como incendios o fallecimientos. Todo valía. Un día, que yo había perdido la paciencia y vociferaba en el teléfono como un energúmeno, la versátil secretaria me desarmó de esta manera:
“Ay, señor Vargas Llosa, usted riñéndome y amargándose la vida y yo desde aquí estoy viendo el cielo, le digo”.
“¿Cómo que viendo el cielo? ¿Qué quiere usted decir?”
“Que se nos ha caído el techo, le juro. Anoche, cuando no había nadie. Pero no es ese accidente lo que me da más pena, sino haber quedado mal con usted. Mañana le llevamos su chimenea sin falta, palabra”.
Un día tuvo la extraordinaria sangre fría de asegurarme lo siguiente:
“Ay, señor Vargas Llosa, usted haciéndose tan mala sangre y yo viendo desde aquí su chimenea linda, nuevecita, partiendo en el camión que se la lleva a su casa”.
Mentía tan maravillosamente bien, con tanto aplomo y dulzura, que era imposible no creerle. Al día siguiente, cuando la llamé para decirle que no era posible que el camión que me traía la chimenea se demorara más de veinticuatro horas en llegar de la avenida Colonial de Lima hasta Barranco (no más de diez kilómetros) se sobrepasó a sí misma, asegurándome en el acto, con acento afligido y casi lloroso:
“Ay, usted no se imagina la desgracia terrible que ocurrió: el camión con su chimenea chocó y ahora el chofer está con conmoción cerebral en el Hospital Obrero. Felizmente, su chimenea no tuvo ni un rasguño”.
La historia duró más de un año. Cuando la chimenea llegó por fin a la casa de Barranco ya casi nos habíamos acostumbrado al hueco del techo por el que, un día, una paloma distraída se extravió y aterrizó en mi escritorio. Lo más divertido —o trágico— del final de este episodio fue que a la chimenea bendita solo pudimos usarla una sola vez. Con resultados desastrosos: el estudio se llenó de humo, todo se ensució y yo tuve un comienzo de asfixia. Nunca más intentamos encenderla.
Aquella secretaria mitológica de Ventilaciones Rodríguez S.A. era una cultora soberbia de una práctica tan extendida en el Perú que es poco menos que un deporte nacional: el arte de mecer. “Mecer” es un peruanismo que quiere decir mantener largo tiempo a una persona en la indefinición y en el engaño, pero no de una manera cruda o burda, sino amable y hasta afectuosa, adormeciéndola, sumiéndola en una vaga confusión, dorándole la píldora, contándole el cuento, mareándola y aturdiéndola de tal manera que se crea que sí, aunque sea no, de manera que por cansancio termine por abandonar y desistir de lo que reclama o pretende conseguir. La víctima, si ha sido “mecida” con talento, pese a darse cuenta en un momento dado de que le han metido el dedo a la boca, no se enoja, termina por resignarse a su derrota y queda hasta contenta, reconociendo y admirando incluso el buen trabajo que han hecho con ella. “Mecer” es un quehacer difícil, que requiere talento histriónico, parla suasoria, gracia, desfachatez, simpatía y solo una pizca de cinismo.
Detrás del “meceo” hay, por supuesto, informalidad y una tabla de valores trastocada. Pero, también, una filosofía frívola, que considera la vida como una representación en la que la verdad y la mentira son relativas y canjeables, en función, no de la correspondencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre las palabras y las cosas, sino de la capacidad de persuasión del que “mece” frente a quien es “mecido”. En última instancia, la vida, para esta manera de actuar y esta moral, es teatro puro. El resultado práctico de vivir “meciendo” o siendo “mecido” es que todo se demora, anda mal, nada funciona y reinan por doquier la confusión y la frustración. Pero esa es una consideración mezquinamente pragmática del arte de mecer. La generosa y artística es que, gracias al meceo, la vida es pura diversión, farsa, astracanada, juego, mojiganga.
Si los peruanos invirtieran toda la fantasía y la destreza que ponen en “mecerse” unos a otros, en hacer bien las cosas y cumplir sus compromisos, este sería el país más desarrollado del mundo. ¡Pero qué aburrido!
LIMA, FEBRERO DEL 2010
Lo ocurrido a Stefan y Morgana me ha tenido varias horas recordando la maravillosa historia de Ventilaciones Rodríguez S.A. que viví y padecí cerca de doce meses, aquí en Lima, hace la broma de treinta años. Nos habíamos comprado una casa en el rincón de la ciudad que queríamos, frente al mar de Barranco, y un arquitecto amigo, Cartucho Miró Quesada, me había diseñado en toda la segunda planta el estudio de mis sueños: estantes para libros, un escritorio larguísimo de tablero muy grueso, una escuadra de sillones para conversar con los amigos, y una chimenea junto a la cual habría un confortable muy cómodo y una buena lámpara para leer.
Las circunstancias harían que la pieza más memorable del estudio fuera, con el tiempo y por imprevistas razones, la chimenea. Era de metal, aérea y cilíndrica y Cartucho la había diseñado él mismo, como una escultura. ¿Quién la fabricaría? Alguien, tal vez el mismo Cartucho, me recomendó a esa indescriptible empresa de apelativo refrigerado: Ventilaciones Rodríguez S.A. Recuerdo perfectamente aquella tarde, a la hora del crepúsculo, en que su propietario y gerente, el ingeniero Rodríguez, compareció en mi todavía inexistente estudio para firmar el contrato. Era joven, enérgico, hablador, ferozmente simpático. Escuchó las explicaciones del arquitecto, auscultó los planos con ojos zahoríes, comentó dos o tres detalles con la seguridad del experto y sentenció: “La chimenea estará lista en dos semanas”.
Le explicamos que no debía apurarse tanto. El estudio solo estaría terminado dentro de mes y medio. “Ese es su problema”, declaró, con un desplante taurino. “Yo la tendré lista en quince días. Ustedes podrán recogerla cuando quieran”.
Partió como una exhalación y nunca más lo volví a ver, hasta ahora. Pero juro que su nombre y su fantasma fueron la presencia más constante y recurrente en todos los meses sucesivos a aquel único encuentro, mientras el estudio se acababa de construir y se llenaba de libros, papeles, discos, máquinas de escribir, cuadros, muebles, alfombras, y el hueco del techo seguía allí, mostrando el grisáceo cielo de Lima y esperando a la chimenea que nunca llegaba.
Mis contactos con Ventilaciones Rodríguez S.A. fueron intensos, pero solo telefónicos. En algún momento yo llegué a contraer una pasión enfermiza por la secretaria del ingeniero Rodríguez, a quien tampoco nunca vi la cara ni conocí su nombre. Pero recuerdo su voz, sus zalamerías, sus pausas, sus inflexiones, su teatro cotidiano, como si la hubiera llamado hace media hora. Hablar con ella cada mañana, los cinco días hábiles de la semana, se convirtió en un rito irrompible de mi vida, como leer los periódicos, tomar desayuno y ducharme.
“¿Qué cuento me va usted a contar hoy día, señorita?”, la saludaba yo.
Ella nunca se enojaba. Tenía la misma irresistible simpatía de su jefe y, risueña y amable, se interesaba por mi salud y mi familia antes de desmoralizarme con el pretexto del día. Confieso que yo esperaba ese instante con verdadera fascinación. Jamás se repetía, tenía un repertorio infinito de explicaciones para justificar lo injustificable: que pasaban las semanas, los meses, los trimestres y la maldita chimenea nunca llegaba a mi casa. Ocurrían cosas banales, como que el señor de la fundición caía preso de una gripe con fiebres elevadas, o verdaderas catástrofes como incendios o fallecimientos. Todo valía. Un día, que yo había perdido la paciencia y vociferaba en el teléfono como un energúmeno, la versátil secretaria me desarmó de esta manera:
“Ay, señor Vargas Llosa, usted riñéndome y amargándose la vida y yo desde aquí estoy viendo el cielo, le digo”.
“¿Cómo que viendo el cielo? ¿Qué quiere usted decir?”
“Que se nos ha caído el techo, le juro. Anoche, cuando no había nadie. Pero no es ese accidente lo que me da más pena, sino haber quedado mal con usted. Mañana le llevamos su chimenea sin falta, palabra”.
Un día tuvo la extraordinaria sangre fría de asegurarme lo siguiente:
“Ay, señor Vargas Llosa, usted haciéndose tan mala sangre y yo viendo desde aquí su chimenea linda, nuevecita, partiendo en el camión que se la lleva a su casa”.
Mentía tan maravillosamente bien, con tanto aplomo y dulzura, que era imposible no creerle. Al día siguiente, cuando la llamé para decirle que no era posible que el camión que me traía la chimenea se demorara más de veinticuatro horas en llegar de la avenida Colonial de Lima hasta Barranco (no más de diez kilómetros) se sobrepasó a sí misma, asegurándome en el acto, con acento afligido y casi lloroso:
“Ay, usted no se imagina la desgracia terrible que ocurrió: el camión con su chimenea chocó y ahora el chofer está con conmoción cerebral en el Hospital Obrero. Felizmente, su chimenea no tuvo ni un rasguño”.
La historia duró más de un año. Cuando la chimenea llegó por fin a la casa de Barranco ya casi nos habíamos acostumbrado al hueco del techo por el que, un día, una paloma distraída se extravió y aterrizó en mi escritorio. Lo más divertido —o trágico— del final de este episodio fue que a la chimenea bendita solo pudimos usarla una sola vez. Con resultados desastrosos: el estudio se llenó de humo, todo se ensució y yo tuve un comienzo de asfixia. Nunca más intentamos encenderla.
Aquella secretaria mitológica de Ventilaciones Rodríguez S.A. era una cultora soberbia de una práctica tan extendida en el Perú que es poco menos que un deporte nacional: el arte de mecer. “Mecer” es un peruanismo que quiere decir mantener largo tiempo a una persona en la indefinición y en el engaño, pero no de una manera cruda o burda, sino amable y hasta afectuosa, adormeciéndola, sumiéndola en una vaga confusión, dorándole la píldora, contándole el cuento, mareándola y aturdiéndola de tal manera que se crea que sí, aunque sea no, de manera que por cansancio termine por abandonar y desistir de lo que reclama o pretende conseguir. La víctima, si ha sido “mecida” con talento, pese a darse cuenta en un momento dado de que le han metido el dedo a la boca, no se enoja, termina por resignarse a su derrota y queda hasta contenta, reconociendo y admirando incluso el buen trabajo que han hecho con ella. “Mecer” es un quehacer difícil, que requiere talento histriónico, parla suasoria, gracia, desfachatez, simpatía y solo una pizca de cinismo.
Detrás del “meceo” hay, por supuesto, informalidad y una tabla de valores trastocada. Pero, también, una filosofía frívola, que considera la vida como una representación en la que la verdad y la mentira son relativas y canjeables, en función, no de la correspondencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre las palabras y las cosas, sino de la capacidad de persuasión del que “mece” frente a quien es “mecido”. En última instancia, la vida, para esta manera de actuar y esta moral, es teatro puro. El resultado práctico de vivir “meciendo” o siendo “mecido” es que todo se demora, anda mal, nada funciona y reinan por doquier la confusión y la frustración. Pero esa es una consideración mezquinamente pragmática del arte de mecer. La generosa y artística es que, gracias al meceo, la vida es pura diversión, farsa, astracanada, juego, mojiganga.
Si los peruanos invirtieran toda la fantasía y la destreza que ponen en “mecerse” unos a otros, en hacer bien las cosas y cumplir sus compromisos, este sería el país más desarrollado del mundo. ¡Pero qué aburrido!
LIMA, FEBRERO DEL 2010
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