domingo, 10 de enero de 2010

Plan para Perú 2021. Pedro Pablo Kuckzynski

Plan para Perú 2021 10 Enero 2010

En las últimas semanas se ha venido discutiendo el proyecto de un Plan Nacional para el pe- ríodo 2010-2021.
¿Por qué este período? Porque cubre el oncenio hasta el bicentenario de la independencia, fecha llena de simbolismo.
Es bueno que el plan abarque más de un gobierno: los 18 meses que quedan del actual gobierno, y luego los dos gobiernos siguientes, 2011-16 y 2016-2021.
O sea que el plan, en vez de fijar políticas de unos años, intenta establecer metas de largo plazo, que es lo correcto.
Hay que felicitar al CEPLAN, parte de la PCM, por el trabajo hecho: está lleno de cuadros, estadísticas y proyecciones sobre temas muy relevantes, desde las condiciones de vida (agua, luz, vivienda, seguridad social) hasta la competitividad internacional del Perú.
El año 2021 ya está casi encima de nosotros.
Ya puedo casi imaginar los discursos del 28 de julio 2021, las ceremonias y las visitas de dignatarios de toda América y del mundo.
No nos queda mucho tiempo. Ojalá lleguemos sin muchos percances.
El peor enemigo del progreso es la politización innecesaria de temas que deben ser estudiados profesionalmente.
Lamentablemente una buena parte de nuestra clase política sigue creyendo que el efectismo, la bulla y la retórica anticuada son un sustituto para el progreso real.
Lo vemos todos los días.
Para que un plan logre sus objetivos se necesitan varios ingredientes. Vale la pena mencionar algunos:
i) Tiene que haber mecanismos para monitorear el cumplimiento de las metas, sobre todo aquellas en las cuales el gobierno tiene injerencia directa, tales como la cobertura de agua y luz, la mortalidad y la desnutrición infantiles, la red de caminos y carreteras, y los indicadores básicos de salud y educación. No es cuestión de esperar hasta el 2016 o el 2021 para ver si cumplimos las metas: cada año se debe publicitar adónde hemos llegado, cuáles son las deficiencias, qué mejoras se pueden hacer.
ii) El plan debe ser participativo, en el sentido que los actores en su ejecución deben sentir que son parte activa en el proceso: los maestros, los médicos, las regiones y principales municipalidades, los gremios profesionales. El plan y su ejecución deben ser vistos como una labor conjunta de todos, no algo que viene de "arriba" y se queda allí.
iii) Se debe analizar y explicar cómo se va a financiar el plan, sobre todo la parte que le compete al sector público y las medidas que se necesitan para que el gobierno -central, regional y municipal- facilite las inversiones privadas en el plan, sobre todo en concesiones para infraestructura. Básicamente en la próxima década la inversión bruta interna debería alcanzar un mínimo de 25% del producto, probablemente una meta demasiado baja, 20% del sector privado y un mínimo de 5% del sector público.
No es sólo cuestión de aumentar recursos fiscales, algo muy difícil de lograr sin desalentar la inversión. La única manera de fortalecer los recursos fiscales es formalizando la economía, ya que el Perú es el segundo país más informal de América, después de Bolivia.
Como lo dice el documento del CEPLAN, sólo 35% de la población económicamente activa tiene algún tipo de seguro.
Sin formalización no puede haber un financiamiento sano del plan.
En la última de estas columnas nos ocuparemos de este tema. En las otras columnas de esta serie, en las próximas semanas, abordaremos los temas que nos parecen cruciales: agua y alcantarillado, luz y electrificación, caminos, educación y salud, y finalmente la formalización como mecanismo de modernización y financiación. ¡Adelante! (www.ppk.pe)

Las 1001 mentiras y los 40 ladrones

Dom, 10/01/2010 -

Hemos perdido esa capacidad de indignación y de asco, de repulsión positiva, ante los farsantes y los cínicos.

Por Rocío Silva S.

Se requieren siete mentiras más, aparte de la primera, para acercarse ligeramente a un falseamiento óptimo de la verdad” esta frase de Martín Lutero, cuya precisión es tan fútil como absurda, se adecúa en este verano solapado a lo que vivimos mientras escuchamos a nuestro presidente patinando ante la encuesta de las 27 mil almas. ¿Ocho mentiras hacen el 10% de una verdad?

Algo así pensaba también el astuto de Joseph Goebbels, el ministro encargado de la propaganda de Adolf Hitler, quien solía decir que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. Si Lutero sancionaba la idea de mentir otras siete veces para sostener la primera; Goebbels, por el contrario, estimulaba la repetición de una mentira en un eco casi infinito para darle cierta pátina de veracidad a una falacia. ¿Mil y una mentiras pueden construir entonces la realidad?
Jamás. Ni Goebbels, ni Sherezade, pudieron hacer agua del aceite. Una mentira es siempre, inextinguiblemente, una mentira, a pesar de que sea secreta, de que se disfrace, de que se mimetiza con el entorno. ¿Por qué los políticos son mendaces?, ¿por qué dicen mentiras con “una indiferencia interna respecto a lo verdadero y lo falso, a causa de la cual se miente uno incluso a sí mismo” como sostiene el filósofo austriaco Aurel Kolnai? En sociedades de democracias precarias los políticos hacen uso de esa delicada línea entre lo falso y lo verdadero para convertirla en un borde borroso y mugriento. Sucede que moralmente no nos choca la mentira porque nos hemos acostumbrado a ella, como el esclavo se acostumbra al cepo cuando ha dejado de soñar con la libertad. Los políticos se dicen y contradicen y se desdicen, para luego, frente a las luces y las cámaras, reafirmar lo contrario o lo que no se dijo al principio. No es cantinflesco, es obsceno.
La obscenidad y la mendacidad son parientes cercanos. Cuando alguien dice algo completamente falso sin conmoverse internamente, sin darse cuenta de aquello que le da a la mentira su nota de asquerosidad, es porque ha llegado a un cierto estado de des-humanización. Cuando uno no percibe a un gusano escurridizo y sinuoso –como lo es una falsedad– entonces se está mimetizando en un gusano; cuando uno no percibe la mendacidad de un político, entonces debería levantar la guardia.
La mendacidad es hostil pero no directa, una agresividad cobarde que se esconde en actitudes oblicuas, pero que penetra con su filo desollando la capacidad ética del receptor.
Kolnai sostiene que el receptor de la mentira, al darse cuenta de la misma, debería sentir repulsión: le debería enervar esa sensación de cercanía ante algo contaminado por la falsedad voluntaria.
El gran problema del Perú y de otros países es que hemos perdido esa capacidad de indignación y de asco, de repulsión positiva, ante los farsantes y los cínicos.
¿Se trata acaso de la docilidad ciudadana ante la estrategia de la propaganda de Goebbels: “miente miente que algo queda”? Si es así Goebbels no murió nunca y se convirtió en “sentido común” en América Latina.
Si es así, de alguna manera, el fascismo ganó esa guerra y las otras guerras simbólicas: Montesinos debería cantar victorioso en su celda y las cenizas de Hitler brincar sobre la tierra
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Después del Informe

Después del Informe
10/01/2010 Por Martín Tanaka

El informe final de la comisión especial para investigar y analizar los sucesos de Bagua ha generado mucha controversia, y las opiniones se han alineado según la cercanía con posiciones gubernamentales o de oposición, como era esperable. La única manera de defender una posición sobre bases mínimamente firmes debe sustentarse lo más posible en hechos verificables, y el informe deja la impresión de basarse más en prenociones e interpretaciones que en evidencias.
¿Estamos a tiempo de sacar lecciones provechosas de los trágicos sucesos de Bagua? Recordemos que están también las comisiones especiales que trabajan sobre los mecanismos de consulta previa con los pueblos indígenas amazónicos, sobre estrategias de desarrollo para esta población y sobre los decretos legislativos cuestionados por sus organizaciones. Está también la comisión investigadora del Congreso presidida por Güido Lombardi. Ojalá que las recomendaciones de estas comisiones sean parte de un amplio debate, en el Congreso, en el espacio público, y en las campañas electorales regionales y nacional, y que puedan expresarse en medidas concretas en el corto plazo.
En cuanto a la comisión del Congreso, ella deberá superar las limitaciones del informe de la comisión especial: señalo algunos aspectos que me parecen claves para ello. En primer lugar, sabemos que los decretos legislativos expedidos en el marco de la implementación del TLC con los EE.UU. eran inconstitucionales por no haber sido consultados; si eran buenos o no, y el análisis de sus implicancias es parte de un debate político legítimo, por lo que no cabe acusar a sectores opositores al gobierno de manipulación. Habría que profundizar en el pésimo e irresponsable manejo político de la negociación que siguió al inicio de las protestas. Una débil Presidencia del Consejo de Ministros dio lugar a mensajes contradictorios y hasta provocadores por parte del Ejecutivo, y un Congreso sin posición clara hizo que el Ministerio del Interior terminara teniendo un protagonismo desmedido, peor aún, la policía terminó siendo el principal interlocutor (y víctima) de los actores de la protesta.
Sobre el operativo de desalojo, mal planificado e implementado, hay mucho pan que rebanar. Hay múltiples denuncias sobre excesos policiales; no olvidar que hay 10 muertos y 82 heridos por arma de fuego, no solo en la carretera Fernando Belaunde, también en las ciudades de Bagua y Bagua Grande. En su momento hubo múltiples denuncias de un número mayor de muertos, y las diligencias realizadas para investigarlas deben hacerse públicas. Finalmente, está la respuesta de los actores de la protesta.
Deben estar muy presentes en el análisis los 23 policías asesinados, y 14 heridos por armas de fuego. Ninguna acción de protesta puede llegar a esto, y sus culpables deben ser sancionados. Este nivel de violencia debe ser explicado, y la tesis de la manipulación no es satisfactoria
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ANÁLISIS: EE.UU. y América Latina. Por: Noam Chomsky Lingüista


Barack Obama, el cuarto presidente de EE.UU. en recibir el Premio Nobel de la Paz, se une a los otros en la larga tradición de hacer la paz en tanto esta sirva a los intereses de Estados Unidos.

Los cuatro presidentes dejaron su impronta en “nuestra pequeña región aquí que nunca ha molestado a nadie”, como dijo en 1945 el secretario de Guerra de EE.UU. Henry L. Stinson, refiriéndose al hemisferio.

Dada la postura de la administración Obama hacia las elecciones en Honduras el pasado noviembre, bien valdría la pena examinar el historial.

En su segundo período, Theodore Roosevelt dijo: Fue, por tanto, “inevitable y deseable en el más alto grado el bien de la humanidad en general, que el pueblo americano eventualmente desplazara a los mexicanos” al conquistar la mitad de México y “era totalmente imposible esperar que (los tejanos) se sometieran al dominio de la raza más débil”.

Woodrow Wilson es el más respetado de los presidentes premiados, y para muchos también el que fue el peor para América Latina.

La invasión de Haití ordenada por Wilson en 1915 mató a miles, restauró la esclavitud virtual y dejó gran parte de ese país en ruinas.

Demostrando su amor a la democracia, Wilson ordenó a sus infantes de marina que disolvieran el Parlamento haitiano a punta de fusil por no haber aprobado “legislación progresista” que autorizara a corporaciones estadounidenses a comprar el país. El problema quedó resuelto cuando los haitianos adoptaron una constitución redactada por EE.UU., bajo los fusiles de los marinos.

Para el presidente Jimmy Carter, los derechos humanos eran “el alma de nuestra política exterior”. Robert Pastor, el asesor de Seguridad Nacional para América Latina de Carter, explicó algunas diferencias importantes entre derechos y política: lamentablemente, la administración tuvo que apoyar al régimen del dictador nicaragüense Anastasio Somoza, y cuando eso llegó a ser imposible, mantener en el poder a la Guardia Nacional, adiestrada por EE.UU., incluso después de que había estado masacrando a la población “con una brutalidad que una nación usualmente reserva para sus enemigos”, asesinando a 40,000 personas.

El presidente Barack Obama separó a EE.UU. de casi toda América Latina y Europa al aceptar el golpe militar que derrocó a la democracia hondureña el pasado junio.

Zelaya estaba iniciando medidas tan peligrosas como un aumento del salario mínimo en un país donde 60% de los habitantes vive en la pobreza.
Tenía que irse.
Prácticamente solo, EE.UU. reconoció las elecciones de noviembre (con Pepe Lobo como triunfador) celebradas bajo un régimen militar —“una gran celebración de la democracia”, según Hugo Llorens, el embajador de Obama—.
El respaldo también preservó el uso de la base aérea Palmerola de Honduras, cada vez más valiosa. Después de las elecciones, Lewis Anselem, el representante de Obama ante la OEA, sugirió a los atrasados latinoamericanos que deberían reconocer el golpe militar y unirse a EE.UU. “en el mundo real, no en el mundo del realismo mágico”.

Dadas las estrechas relaciones entre el Pentágono y los militares hondureños, y la enorme influencia económica estadounidense en ese país, hubiera sido un asunto sencillo para Obama unirse al esfuerzo latinoamericano y europeo por proteger la democracia hondureña.

Obama, sin embargo, prefirió la política tradicional.

Se necesita una gran dosis de lo que a veces ha sido llamada “ignorancia intencional” para no ver los hechos.

El otro Estado Por: Mario Vargas Llosa Escritor

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PIEDRA DE TOQUE

Hace algún tiempo escuché al presidente de México, Felipe Calderón, explicar a un grupo reducido de personas, qué lo llevó hace tres años a declarar la guerra total al narcotráfico, involucrando en ella al Ejército. Esta guerra, feroz, ha dejado ya más de quince mil muertos, incontables heridos y daños materiales enormes.
El panorama que el presidente Calderón trazó era espeluznante. Los cárteles se habían infiltrado como una hidra en todos los organismos del Estado y los sofocaban, corrompían, paralizaban o los ponían a su servicio. Contaban para ello con una formidable maquinaria económica, que les permitía pagar a funcionarios, policías y políticos mejores salarios que la administración pública y una infraestructura de terror capaz de liquidar a cualquiera, no importa cuán protegido estuviera.
Dio algunos ejemplos de casos donde se comprobó que los candidatos finalistas de concursos para proveer vacantes en cargos oficiales importantes relativos a la seguridad habían sido previamente seleccionados por la mafia.
La conclusión era simple: si el gobierno no actuaba de inmediato y con la máxima energía México corría el riesgo de convertirse en poco tiempo en un narcoestado.
La decisión de incorporar al Ejército, explicó, no fue fácil, pero no había alternativa: era un cuerpo preparado para pelear y relativamente intocado por el largo brazo corruptor de los cárteles.
¿Esperaba el presidente Calderón una reacción tan brutal de las mafias?
¿Sospechaba que el narcotráfico estuviera equipado con un armamento tan mortífero y un sistema de comunicaciones tan avanzado que le permitiera contraatacar con tanta eficacia a las Fuerzas Armadas?
Respondió que nadie podía haber previsto semejante desarrollo de la capacidad bélica de los narcos. Estos iban siendo golpeados, pero, había que aceptarlo, la guerra duraría y en el camino quedarían por desgracia muchas víctimas.
Esta política de Felipe Calderón que, al comienzo, fue popular, ha ido perdiendo respaldo a medida que las ciudades mexicanas se llenaban de muertos y heridos y la violencia alcanzaba indescriptibles manifestaciones de horror. Desde entonces, las críticas han aumentado y las encuestas de opinión indican que ahora una mayoría de mexicanos es pesimista sobre el desenlace y condena esta guerra.
Los argumentos de los críticos son, principalmente, los siguientes: no se declaran guerras que no se pueden ganar. El resultado de movilizar al Ejército en un tipo de contienda para la que no ha sido preparado tendrá el efecto perverso de contaminar a las Fuerzas Armadas con la corrupción y dará a los cárteles la posibilidad de instrumentalizar también a los militares para sus fines.
Al narcotráfico no se le debe enfrentar de manera abierta y a plena luz, como a un país enemigo: hay que combatirlo como él actúa, en las sombras, con cuerpos de seguridad sigilosos y especializados, lo que es tarea policial.
Muchos de estos críticos no dicen lo que de veras piensan, porque se trata de algo indecible: que es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron. Que ellos están aquí para quedarse. Que, no importa cuántos capos y forajidos caigan muertos o presos ni cuántos alijos de cocaína se capturen, la situación solo empeorará.
A los narcos caídos los reemplazarán otros, más jóvenes, más poderosos, mejor armados, más numerosos, que mantendrán operativa una industria que no ha hecho más que extenderse por el mundo desde hace décadas, sin que los reveses que recibe la hieran de manera significativa.
Esta verdad vale no solo para México sino para buena parte de los países latinoamericanos. En algunos, como en Colombia, Bolivia y el Perú avanza a ojos vista y en otros como Chile y Uruguay de manera más lenta. Pero se trata de un proceso irresistible que, pese a las vertiginosas sumas de recursos y esfuerzos que se invierten en combatirlo, sigue allí, vigoroso, adaptándose a las nuevas circunstancias, sorteando los obstáculos que se le oponen con una rapidez notable, y sirviéndose de las nuevas tecnologías y de la globalización como lo hacen las más desarrolladas transnacionales del mundo.

El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y la industria del narcotráfico lo alimenta porque le rinde pingües ganancias.
Las victorias que la lucha contra las drogas puede mostrar son insignificantes comparadas con el número de consumidores en los cinco continentes. Y afecta a todas las clases sociales. Los efectos son tan dañinos en la salud como en las instituciones. Y a las democracias del Tercer Mundo, como un cáncer, las va minando.

¿No hay, pues, solución? ¿Estamos condenados a vivir más tarde o más temprano, con narcoestados como el que ha querido impedir el presidente Felipe Calderón?
La hay.
Consiste en descriminalizar el consumo de drogas mediante un acuerdo de países consumidores y países productores, tal como vienen sosteniendo “The Economist” y buen número de juristas, profesores, sociólogos y científicos en muchos países del mundo sin ser escuchados.
En febrero del 2009, una Comisión sobre Drogas y Democracia creada por tres ex presidentes, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, propuso la descriminalización de la marihuana y una política que privilegie la prevención sobre la represión. Estos son indicios alentadores.
La legalización entraña peligros, desde luego. Y, por eso, debe ser acompañada de un redireccionamiento de las enormes sumas que hoy día se invierten en la represión, destinándolas a campañas educativas y políticas de rehabilitación e información como las que, en lo relativo al tabaco, han dado tan buenos resultados.
El argumento según el cual la legalización atizaría el consumo como un incendio, sobre todo entre los jóvenes y niños, es válido, sin duda. Pero lo probable es que se trate de un fenómeno pasajero y contenible si se lo contrarresta con campañas efectivas de prevención.
De hecho, en países como Holanda donde se han dado pasos permisivos en el consumo de las drogas, el incremento ha sido fugaz y luego de un cierto tiempo se ha estabilizado.
En Portugal, según un estudio del CATO Institute, el consumo disminuyó después que se descriminalizara la posesión de drogas para uso personal.

¿Por qué los gobiernos, que día a día comprueban lo costosa e inútil que es la política represiva, se niegan a considerar la descriminalización y a hacer estudios con participación de científicos, trabajadores sociales, jueces y agencias especializadas sobre los logros y consecuencias que ella traería?
Porque, como lo explicó hace 20 años Milton Friedman, quien se adelantó a advertir la magnitud que alcanzaría el problema si no se lo resolvía a tiempo y a sugerir la legalización, intereses poderosos lo impiden.
No solo quienes se oponen a ella por razones de principio. El obstáculo mayor son los organismos y personas que viven de la represión de las drogas, y que, como es natural, defienden con uñas y dientes su fuente de trabajo. No son razones éticas, religiosas o políticas sino el crudo interés el obstáculo mayor para acabar con la arrolladora criminalidad asociada al narcotráfico, la mayor amenaza para la democracia en América Latina, más aún que el populismo autoritario de Hugo Chávez y sus satélites.
Lo que ocurre en México es trágico y anuncia lo que empezarán a vivir tarde o temprano los países que se empeñen en librar una guerra ya perdida contra ese otro Estado que ha ido surgiendo delante de nuestras narices sin que quisiéramos verlo.
LIMA, ENERO DEL 2010