domingo, 10 de enero de 2010

ANÁLISIS: EE.UU. y América Latina. Por: Noam Chomsky Lingüista


Barack Obama, el cuarto presidente de EE.UU. en recibir el Premio Nobel de la Paz, se une a los otros en la larga tradición de hacer la paz en tanto esta sirva a los intereses de Estados Unidos.

Los cuatro presidentes dejaron su impronta en “nuestra pequeña región aquí que nunca ha molestado a nadie”, como dijo en 1945 el secretario de Guerra de EE.UU. Henry L. Stinson, refiriéndose al hemisferio.

Dada la postura de la administración Obama hacia las elecciones en Honduras el pasado noviembre, bien valdría la pena examinar el historial.

En su segundo período, Theodore Roosevelt dijo: Fue, por tanto, “inevitable y deseable en el más alto grado el bien de la humanidad en general, que el pueblo americano eventualmente desplazara a los mexicanos” al conquistar la mitad de México y “era totalmente imposible esperar que (los tejanos) se sometieran al dominio de la raza más débil”.

Woodrow Wilson es el más respetado de los presidentes premiados, y para muchos también el que fue el peor para América Latina.

La invasión de Haití ordenada por Wilson en 1915 mató a miles, restauró la esclavitud virtual y dejó gran parte de ese país en ruinas.

Demostrando su amor a la democracia, Wilson ordenó a sus infantes de marina que disolvieran el Parlamento haitiano a punta de fusil por no haber aprobado “legislación progresista” que autorizara a corporaciones estadounidenses a comprar el país. El problema quedó resuelto cuando los haitianos adoptaron una constitución redactada por EE.UU., bajo los fusiles de los marinos.

Para el presidente Jimmy Carter, los derechos humanos eran “el alma de nuestra política exterior”. Robert Pastor, el asesor de Seguridad Nacional para América Latina de Carter, explicó algunas diferencias importantes entre derechos y política: lamentablemente, la administración tuvo que apoyar al régimen del dictador nicaragüense Anastasio Somoza, y cuando eso llegó a ser imposible, mantener en el poder a la Guardia Nacional, adiestrada por EE.UU., incluso después de que había estado masacrando a la población “con una brutalidad que una nación usualmente reserva para sus enemigos”, asesinando a 40,000 personas.

El presidente Barack Obama separó a EE.UU. de casi toda América Latina y Europa al aceptar el golpe militar que derrocó a la democracia hondureña el pasado junio.

Zelaya estaba iniciando medidas tan peligrosas como un aumento del salario mínimo en un país donde 60% de los habitantes vive en la pobreza.
Tenía que irse.
Prácticamente solo, EE.UU. reconoció las elecciones de noviembre (con Pepe Lobo como triunfador) celebradas bajo un régimen militar —“una gran celebración de la democracia”, según Hugo Llorens, el embajador de Obama—.
El respaldo también preservó el uso de la base aérea Palmerola de Honduras, cada vez más valiosa. Después de las elecciones, Lewis Anselem, el representante de Obama ante la OEA, sugirió a los atrasados latinoamericanos que deberían reconocer el golpe militar y unirse a EE.UU. “en el mundo real, no en el mundo del realismo mágico”.

Dadas las estrechas relaciones entre el Pentágono y los militares hondureños, y la enorme influencia económica estadounidense en ese país, hubiera sido un asunto sencillo para Obama unirse al esfuerzo latinoamericano y europeo por proteger la democracia hondureña.

Obama, sin embargo, prefirió la política tradicional.

Se necesita una gran dosis de lo que a veces ha sido llamada “ignorancia intencional” para no ver los hechos.