Cómo funcionan los sistemas de salud en el mundo
Sab, 03/13/2010
por Martine Bulard*
Vientos de reforma sobre la cobertura social
A pesar de los avances terapéuticos y de las repetidas reformas, las desigualdades en la atención médica siguen a la orden del día, tanto entre los países como en el interior de cada nación. Numerosos factores inciden en ello: medio ambiente, alimentación y trabajo, entre otros. Pero los sistemas de salud y los modos de financiamiento también generan consecuencias.
Y aunque algunos gobiernos están descubriendo las virtudes del sistema público, el sector privado no deja de desplegar sus tentáculos.
Las debilidades del modelo estadounidense exigen revisar el sistema de
gestión privada de la salud.
De América a Asia, de África a Europa, no hay país que escape a los fuertes vientos de reforma sobre los sistemas de salud. En principio, parecería haber mil razones para alegrarse por ello. Y a juzgar por las necesidades sin atender y las pandemias aún activas, el statu quo resulta, en efecto, insostenible.
Mientras Estados Unidos, el campeón de la gestión privada, o China, que la experimentó con la pasión del converso, tratan de limitar la lógica mercantil para establecer una cobertura universal, los países ricos se fijan como objetivo principal reducir el papel del Estado y los gastos mutualizados. Asombrosa contradicción de la historia: en el preciso momento en que el modelo estadounidense, que constituye el ejemplo más acabado de la gestión privada, prueba su ineficacia, el mercado sigue siendo la brújula (aun cuando aquí o allá se promueva el retorno del Estado).
Si bien ocupa el segundo puesto mundial en gastos de salud –15,3% del Producto Interno Bruto (PIB) en 2007–, Estados Unidos cae al trigésimo lugar cuando se trata de la esperanza de vida “con buena salud” (69 años) (1). Con semejantes resultados, se entiende que el presidente Barack Obama haya querido tomar el toro por las astas para intentar extender la protección al mayor número posible de personas, aun cuando los problemas no se reducen a la cobertura social. Sin embargo, nadie sabe si podrá mantener su compromiso y obtener la mayoría requerida (2).
Por el bienestar del obrero
La idea de protección social hizo su aparición en el siglo XIX, con la generalización de la revolución industrial y el nacimiento de las grandes concentraciones obreras. Mediante las sociedades de socorro mutuo primero, y su extensión a sistemas de seguridad social después –el primero de ellos fue creado por el canciller alemán Otto von Bismarck en 1883–, los dirigentes políticos y económicos tenían como objetivo garantizar una mano de obra que gozara de buena salud, capaz de resistir a unas condiciones de trabajo agotadoras. Con el tiempo, se vieron obligados a ello en la medida en que se fueron librando las luchas sociales por una mejora en las condiciones de vida.
Así, tras la Segunda Guerra Mundial nacieron diversos sistemas destinados a garantizar la cohesión social. De alguna manera, constituían dispositivos antilucha de clases. En Francia, la Asamblea Consultiva Provisoria establecía, el 5 de julio de 1945, que la seguridad social “responde a la preocupación de liberar a los trabajadores de la incertidumbre sobre el mañana (…) que genera, entre ellos, un sentimiento de inferioridad, fundamento de la distinción de clases entre los propietarios, seguros de sí mismos y de su futuro, y los trabajadores, sobre quienes pesa, en todo momento, la amenaza de la miseria” (3).
A escala planetaria fue reconocido el “derecho a la salud para todos”, y ese progreso llevó a la creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948. Unos sesenta años después, a pesar de los renovados compromisos de los 194 países de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Alma-Ata, en 1978, hay mucho trecho del dicho al hecho.
La primera constatación es la de las inconmensurables desigualdades, especialmente entre las naciones. Mientras la medicina realizó progresos indiscutibles, 31 países (entre ellos Sudáfrica, Botswana y Gabón, pero también Rusia y Ucrania) vieron cómo su esperanza de vida “con buena salud” (sin mayores discapacidades) disminuía entre 1990 y 2006. África sigue siendo el furgón de cola: 29 años de esperanza de vida en Sierra Leona, 33 años en Angola, 37 años en la República Democrática del Congo (RDC)… En el otro extremo, Japón marcha a la cabeza (75 años).
Sin fatalismos ni misterios
Es cierto que las regiones donde la gente se muere tan temprano también sufren enfrentamientos internos o guerras de innumerables víctimas. Pero estas poblaciones, que no tienen atención de calidad ni en cantidad, padecen ante todo enfermedades infecciosas (paludismo, tuberculosis, enfermedades diarreicas, HIV-sida, etc.) que prosperan en la miseria y ante la falta de equipamientos sanitarios (4). No hay fatalismo ni misterio. Este tipo de afecciones, concentradas en los países del Sur (África y algunos países de Asia, como Timor Oriental, Laos, Bangladesh, Birmania y otros), se reduce con el desarrollo económico, un fenómeno que los especialistas llaman “transición epidemiológica”. En los países ricos o emergentes predominan las afecciones crónicas (cardiovasculares, respiratorias, diabetes, cáncer, etc.).
Por supuesto, estas últimas no perdonan a los países en desarrollo, donde aumentan con la aparición de las clases medias (Ghana, Gabón, Sudáfrica, Pakistán, etc.). Asimismo, algunas infecciones que ya habían desaparecido de los países desarrollados –como la tuberculosis– vuelven al centro de la escena. No obstante, el diagnóstico fundamental según el cual la riqueza del país y el nivel de los gastos sanitarios son determinantes para el alargamiento de la vida sigue siendo pertinente.
Los treinta países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que tienen la mayor longevidad, concentran el 90% de los gastos mundiales en salud, pero apenas abarcan el 20% de la población. El África subsahariana, con el 12% de la población mundial, representa menos del 1% de dichos gastos (5). Así pues, los milagros no existen. Los recursos dedicados a la salud llegan al 3,5% del PIB en Sierra Leona y al 2,1% en el Congo, mientras que superan el 8% en Japón y el 11% en Francia. Si bien el ejemplo estadounidense prueba que esos recursos no siempre están bien empleados, es cierto sin embargo que deben alcanzar un nivel suficiente como para salir de esa “fatalidad de la muerte” que no debe nada a la naturaleza y mucho a la distribución de la riqueza. Como dice el economista Amartya Sen: “Todos deberíamos poder admitir que injusticias tales como la falta de atención médica o la ausencia de medicamentos podrían eliminarse, sin esperar ponernos de acuerdo sobre la visión de la sociedad que hay que promover. (…) A la manera de Condorcet, que en su momento planteó el principio del fin de la esclavitud, hay que plantear esta cuestión de la injusticia” (6).
Aunque el dinero es el nervio de la guerra contra la enfermedad, también se necesita un ejército entrenado (personal médico) y armas eficaces (medicamentos, equipamiento, educación). El acceso a la atención médica también depende de la organización sanitaria y del modo de financiamiento. Es posible distinguir tres grandes sistemas: el que nació de la colonización, el que formaron los ex países comunistas y el que está en vigor en los países desarrollados, a menudo adoptado –con variantes– por los países emergentes.
Como herencia de la impronta colonial, los 79 países de África, el Caribe y el Pacífico (ACP) han desarrollado una arquitectura piramidal. Allí se encuentra el nivel primario, con dispensarios locales y a veces equipos móviles, el nivel secundario, con hospitales generales, y por último un nivel terciario, constituido por unidades especializadas (clínicas) y centros hospitalarios-universitarios. Hasta mediados de los años ochenta, los fondos del Estado y los de las organizaciones internacionales permitieron garantizar un precario equilibrio.Pero, según advierte la OMS en su informe de 2008, “las políticas de ajuste estructural [negociadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial] hicieron tambalear seriamente el sistema de salud pública; la brecha entre la oferta de atención privada y pública se profundizó”. Y agrega: “La mercantilización no regulada de los sistemas de salud los hace muy ineficaces y muy caros; acentúa las desigualdades y conduce a una atención de calidad mediocre, e incluso a veces peligrosa”. Además, cita el ejemplo de la RDC, donde “existe la llamada cirugía safari, que se refiere a una práctica común de los profesionales sanitarios que, como empleo complementario, realizan apendicectomías y otras intervenciones quirúrgicas en el domicilio del paciente, cobrando a veces por ello unos honorarios desmesurados”. Allí se ve que la penuria siempre va de la mano de la corrupción.En cuanto a la ayuda internacional –sin duda indispensable– brindada por la OMS, Unicef, programas de la ONU, acuerdos bilaterales y grandes fundaciones, se presenta tan dependiente de estos múltiples agentes que a veces es difícil establecer la menor coherencia en su implementación. Las reformas, cuando existen, se limitan a la construcción o la renovación de centros de primeros auxilios o de hospitales.
Una anécdota sorprendente
Como se sabe, desde principios de 2010 muchos países europeos han tratado de desprenderse de su stock sobrante de vacunas contra la gripe H1N1. Según la OMS, “95 países pobres las hubieran necesitado”. Sin embargo, a falta de equipamiento para garantizar la seguridad de los productos y de medios humanos para administrarlos correctamente, “sólo dos han podido obtenerlas” (7) a principios de enero. Cabe preguntarse sobre las proyecciones de la OMS respecto de la pandemia de gripe A, que sin duda dependen más de la presión de los laboratorios que de la realidad médica. La constatación, sin embargo, no deja de ser instructiva.
La construcción de una red de atención de la salud ha demostrado ser necesaria, pero no suficiente. “Hay instalaciones y servicios que pueden estar disponibles y ser accesibles, pero son insensibles a la cultura”, afirmaron investigadores al hacer un balance de sesenta años del “derecho a la salud” en The Lancet (8). Allí citan el ejemplo de Perú, donde los programas destinados a hacer retroceder la mortalidad maternal fracasaban hasta que tomaron en cuenta la costumbre de las mujeres de dar a luz en cuclillas y proveyeron el equipamiento adaptado. Simple sentido común. Es significativo que en África, o incluso en India, los sistemas coloniales importaron los métodos occidentales, ignorando las prácticas y saberes locales (cuando no combatiéndolos). La China de Mao Zedong hizo lo contrario: se apoyó en la medicina tradicional que, acoplada a las terapias occidentales, contribuyó a reducir varias enfermedades infecciosas.
Otro gran sistema fue el de los países comunistas del bloque soviético, que estaba fundado en los grandes hospitales, los sanatorios. La atención descentralizada prácticamente no existía. Ya poco eficaz a fines del antiguo régimen, el modelo explotó con la caída de las subvenciones públicas originada en la conversión de esos países a los dogmas liberales y el hundimiento económico. Las dificultades de la vida y la pérdida de las referencias colectivas condujeron a comportamientos de riesgo (violencia, alcoholismo reforzado, etc.), en el preciso instante en que los fondos para la salud disminuían (supresión de los medicamentos gratuitos, privatización de sectores hospitalarios, obsolescencia de los equipamientos, etc.). Resultado: la esperanza de vida “con buena salud”, que en Rusia era de 69 años en 1990, cayó a 66 en 2006; de 70 a 67 años en Ucrania; de 65 a 64 en Kazajstán… El mal seguimiento de los tratamientos incluso se tradujo en la llegada de enfermedades “mutantes”, como la tuberculosis multirresistente, particularmente prevalente en las cárceles superpobladas de Rusia, donde la promiscuidad y la inadecuación de la atención permitieron la aparición de la enfermedad. Hoy en día, los esfuerzos están orientados a constituir una red primaria de atención y a consolidar un sistema de seguridad social. Pero los resultados no están a la altura de las expectativas.
En el caso de los países ricos, el acceso masivo a la atención pasa por los médicos locales, los especialistas, los hospitales generales, así como los establecimientos ultraespecializados. Incluso dentro de este conjunto pueden distinguirse los sistemas en que se garantiza la gratuidad y el Estado financia la atención (Suecia, Reino Unido); los sistemas de seguro médico (Alemania, Francia, Japón) donde la oferta puede ser pública o privada y el pago de la atención mutualizado; por último, los sistemas mayoritariamente privados (Estados Unidos y países de Europa Central).Si bien todos parten de la necesidad de proteger a las poblaciones de los avatares de la vida, la opción inicial (atención pública o privada) no deja de acarrear consecuencias. En Europa, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, prevaleció la idea de que “cada cual debe financiar el sistema en función de sus ingresos, y no en función de su estado de salud, y debe ser atendido en función de su estado de salud, y no de sus ingresos”, recuerda el investigador Bruno Palier (9). Los principios eran generosos, y habrían de sufrir serios tijeretazos.
En este conjunto de países, por más extraño que parezca, la suma de gastos de salud no se condice con el estado sanitario global y la esperanza de vida. De hecho, no alcanza con gastar más para llegar a viejo. Así, por ejemplo, Japón, cuya esperanza de vida “con buena salud” es de 75 años, no dedica más que el 8,1% de su PIB a la salud: menos que Francia (11,4% y 72 años de esperanza de vida), Suecia (9,1% y 73 años) o el Reino Unido (8,4% y 71 años). La aparente paradoja se explica porque los modos de vida, las condiciones de trabajo y la alimentación también influyen sobre la longevidad.
En cambio, la organización de las relaciones entre el enfermo y los médicos, el control (o la falta de control) sobre el precio de los medicamentos o el peso de la prevención tienen un impacto directo sobre los gastos. La factura farmacéutica más abultada es la de Estados Unidos (dos veces el promedio de los países de la OCDE), por delante de Canadá, Grecia o Francia (esta última acumula un fuerte consumo y un alto nivel de precios). Otro campeón de la sobreprescripción de medicamentos es China, segundo mercado farmacéutico del mundo: allí los médicos, que son mal retribuidos y están habilitados a vender los remedios que prescriben, no dudan en alargar la lista para llegar a fin de mes.
En Suecia, Noruega o el Reino Unido, la gratuidad está garantizada para la atención básica. El equipamiento es público y de la retribución del médico se encarga el Estado o las administraciones locales, bajo la forma de salarios (y no de pago en el acto, como ocurre por ejemplo en Francia). Evidentemente, cuando las finanzas públicas disminuyen, los servicios se transforman en listas de espera. Esa fue una de las consecuencias del reinado de Margaret Thatcher. En 2001, el 22% de los pacientes británicos debían esperar más de tres meses (trece semanas, para ser precisos) antes de obtener una simple cita en el hospital; el 27% había esperado seis meses antes de ser operado (10).
La OCDE descubre la luna
A pesar de muchas indecisiones, el gobierno laborista amplió los medios destinados al sistema sanitario (aumento del número de médicos y enfermeras, así como de sus salarios; relanzamiento de inversiones). Los resultados son evidentes, aun cuando siguen estando por debajo de los de Suecia o Noruega, donde la atención de calidad está garantizada y es accesible para todo el mundo. Contrariamente a las ideas que machacan los adictos al “todo mercado”, no es el sistema público el que conduce al desastre, sino la falta de compromiso del Estado. También puede señalarse que los gastos de salud a escala global a menudo se aligeran cuando las protecciones son colectivas y la parte privada (pagada por las familias y/o las compañías de seguros) es la más débil; así ocurre en Japón (la parte privada equivale al 17,7% de los gastos) o en Suecia (16,1%), contra el 20,2% en Francia y casi el 50% en Estados Unidos.
Para convencerse de ello basta con observar al más liberal de los sistemas –el estadounidense–, célebre por sus fracasos en serie, a tal punto que algunos hablan de “no sistema”. Para la población activa, su financiamiento descansa sobre la empresa, que cofinancia un contrato de seguro de salud con organismos privados. Dos tercios de los empleados reciben esta cobertura. Los trabajadores autónomos, los de tiempo parcial o los que tienen pequeñas empresas deben contratar pólizas individuales mucho más caras, por lo que a menudo las rechazan. La sanción es inmediata: fuera de la empresa no hay derechos. La cuestión es tanto más crucial cuanto que la tasa de desempleo oficial no cesa de aumentar y araña el 10%. Los jubilados de más de 65 años tienen derecho a Medicare, que garantiza una cobertura mínima, y los más pobres acceden a Medicaid. En cambio, para aquellos que no entran en estas categorías, la nada. En el país que suele citarse como modelo de éxito, un sexto de la población no dispone de ninguna protección. Ese agujero, y su costo, es lo que quiere cubrir Obama.
De hecho, incluso dentro de los países que disponen de los sistemas sanitarios más desarrollados, las desigualdades persisten. El economista de la salud Richard Wilkinson señala que en Estados Unidos “las mujeres blancas de los barrios más ricos tienen una esperanza de vida de 86 años, contra los 70 años de las mujeres negras de los barrios más pobres” (11). Dieciséis años de diferencia, no es poco.
Por su parte, la OMS calcula incluso que “886.202 muertes podrían haber sido evitadas entre 1991 y 2000 si se hubieran igualado las tasas de mortalidad de los estadounidenses blancos y las de los afroamericanos” (12). “Compárese esta cifra –continúa la organización– con las 176.633 vidas salvadas gracias a los progresos médicos”. Otro ejemplo que ofrece ese estudio: en los barrios pobres de Glasgow, Escocia, la esperanza de vida al nacer es de 54 años, inferior a la de… India.
Esta situación no se explica solamente por razones sanitarias o financieras. Como indica una vez más la OMS, las poblaciones desfavorecidas suman desventajas: “Educación mediocre, falta de equipamiento social, desempleo y precariedad laboral, malas condiciones de trabajo y barrios peligrosos, además de sus repercusiones en la vida familiar”. Estos factores socio-psicológicos, a los que Wilkinson agrega la estima de sí mismo y el miedo al futuro, cumplen un papel importante. En los países ricos, ser pobre afecta gravemente la salud.
Pasmados ante su propio descubrimiento, los expertos de la OMS, más bien habituados al lenguaje diplomático, no maquillan sus palabras: “Esta disparidad no es en ningún caso un fenómeno ‘natural’; es el resultado de políticas que hacen primar los intereses de algunos por sobre los de otros: a menudo los intereses de una minoría poderosa y rica por sobre los intereses de una mayoría desposeída”.
Incluso la muy liberal OCDE, que bregó por una desregulación general, debe reconocer que la privatización agrava las dificultades: “Sólo una pequeña cantidad de adeptos adhieren ahora a la idea de que la competencia ofrece la solución apropiada. (…) Las virtudes del mercado se hacen mucho menos evidentes” (13). Sus expertos han llegado a escribir que “la sociedad puede necesitar la implementación de medidas como la regulación del mercado para corregir sus fallas y, en los casos extremos, abandonar el mercado en pro de otra atribución de los recursos”. ¿Al fin la OCDE descubre la Luna?
Sab, 03/13/2010
por Martine Bulard*
Vientos de reforma sobre la cobertura social
A pesar de los avances terapéuticos y de las repetidas reformas, las desigualdades en la atención médica siguen a la orden del día, tanto entre los países como en el interior de cada nación. Numerosos factores inciden en ello: medio ambiente, alimentación y trabajo, entre otros. Pero los sistemas de salud y los modos de financiamiento también generan consecuencias.
Y aunque algunos gobiernos están descubriendo las virtudes del sistema público, el sector privado no deja de desplegar sus tentáculos.
Las debilidades del modelo estadounidense exigen revisar el sistema de
gestión privada de la salud.
De América a Asia, de África a Europa, no hay país que escape a los fuertes vientos de reforma sobre los sistemas de salud. En principio, parecería haber mil razones para alegrarse por ello. Y a juzgar por las necesidades sin atender y las pandemias aún activas, el statu quo resulta, en efecto, insostenible.
Mientras Estados Unidos, el campeón de la gestión privada, o China, que la experimentó con la pasión del converso, tratan de limitar la lógica mercantil para establecer una cobertura universal, los países ricos se fijan como objetivo principal reducir el papel del Estado y los gastos mutualizados. Asombrosa contradicción de la historia: en el preciso momento en que el modelo estadounidense, que constituye el ejemplo más acabado de la gestión privada, prueba su ineficacia, el mercado sigue siendo la brújula (aun cuando aquí o allá se promueva el retorno del Estado).
Si bien ocupa el segundo puesto mundial en gastos de salud –15,3% del Producto Interno Bruto (PIB) en 2007–, Estados Unidos cae al trigésimo lugar cuando se trata de la esperanza de vida “con buena salud” (69 años) (1). Con semejantes resultados, se entiende que el presidente Barack Obama haya querido tomar el toro por las astas para intentar extender la protección al mayor número posible de personas, aun cuando los problemas no se reducen a la cobertura social. Sin embargo, nadie sabe si podrá mantener su compromiso y obtener la mayoría requerida (2).
Por el bienestar del obrero
La idea de protección social hizo su aparición en el siglo XIX, con la generalización de la revolución industrial y el nacimiento de las grandes concentraciones obreras. Mediante las sociedades de socorro mutuo primero, y su extensión a sistemas de seguridad social después –el primero de ellos fue creado por el canciller alemán Otto von Bismarck en 1883–, los dirigentes políticos y económicos tenían como objetivo garantizar una mano de obra que gozara de buena salud, capaz de resistir a unas condiciones de trabajo agotadoras. Con el tiempo, se vieron obligados a ello en la medida en que se fueron librando las luchas sociales por una mejora en las condiciones de vida.
Así, tras la Segunda Guerra Mundial nacieron diversos sistemas destinados a garantizar la cohesión social. De alguna manera, constituían dispositivos antilucha de clases. En Francia, la Asamblea Consultiva Provisoria establecía, el 5 de julio de 1945, que la seguridad social “responde a la preocupación de liberar a los trabajadores de la incertidumbre sobre el mañana (…) que genera, entre ellos, un sentimiento de inferioridad, fundamento de la distinción de clases entre los propietarios, seguros de sí mismos y de su futuro, y los trabajadores, sobre quienes pesa, en todo momento, la amenaza de la miseria” (3).
A escala planetaria fue reconocido el “derecho a la salud para todos”, y ese progreso llevó a la creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948. Unos sesenta años después, a pesar de los renovados compromisos de los 194 países de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Alma-Ata, en 1978, hay mucho trecho del dicho al hecho.
La primera constatación es la de las inconmensurables desigualdades, especialmente entre las naciones. Mientras la medicina realizó progresos indiscutibles, 31 países (entre ellos Sudáfrica, Botswana y Gabón, pero también Rusia y Ucrania) vieron cómo su esperanza de vida “con buena salud” (sin mayores discapacidades) disminuía entre 1990 y 2006. África sigue siendo el furgón de cola: 29 años de esperanza de vida en Sierra Leona, 33 años en Angola, 37 años en la República Democrática del Congo (RDC)… En el otro extremo, Japón marcha a la cabeza (75 años).
Sin fatalismos ni misterios
Es cierto que las regiones donde la gente se muere tan temprano también sufren enfrentamientos internos o guerras de innumerables víctimas. Pero estas poblaciones, que no tienen atención de calidad ni en cantidad, padecen ante todo enfermedades infecciosas (paludismo, tuberculosis, enfermedades diarreicas, HIV-sida, etc.) que prosperan en la miseria y ante la falta de equipamientos sanitarios (4). No hay fatalismo ni misterio. Este tipo de afecciones, concentradas en los países del Sur (África y algunos países de Asia, como Timor Oriental, Laos, Bangladesh, Birmania y otros), se reduce con el desarrollo económico, un fenómeno que los especialistas llaman “transición epidemiológica”. En los países ricos o emergentes predominan las afecciones crónicas (cardiovasculares, respiratorias, diabetes, cáncer, etc.).
Por supuesto, estas últimas no perdonan a los países en desarrollo, donde aumentan con la aparición de las clases medias (Ghana, Gabón, Sudáfrica, Pakistán, etc.). Asimismo, algunas infecciones que ya habían desaparecido de los países desarrollados –como la tuberculosis– vuelven al centro de la escena. No obstante, el diagnóstico fundamental según el cual la riqueza del país y el nivel de los gastos sanitarios son determinantes para el alargamiento de la vida sigue siendo pertinente.
Los treinta países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que tienen la mayor longevidad, concentran el 90% de los gastos mundiales en salud, pero apenas abarcan el 20% de la población. El África subsahariana, con el 12% de la población mundial, representa menos del 1% de dichos gastos (5). Así pues, los milagros no existen. Los recursos dedicados a la salud llegan al 3,5% del PIB en Sierra Leona y al 2,1% en el Congo, mientras que superan el 8% en Japón y el 11% en Francia. Si bien el ejemplo estadounidense prueba que esos recursos no siempre están bien empleados, es cierto sin embargo que deben alcanzar un nivel suficiente como para salir de esa “fatalidad de la muerte” que no debe nada a la naturaleza y mucho a la distribución de la riqueza. Como dice el economista Amartya Sen: “Todos deberíamos poder admitir que injusticias tales como la falta de atención médica o la ausencia de medicamentos podrían eliminarse, sin esperar ponernos de acuerdo sobre la visión de la sociedad que hay que promover. (…) A la manera de Condorcet, que en su momento planteó el principio del fin de la esclavitud, hay que plantear esta cuestión de la injusticia” (6).
Aunque el dinero es el nervio de la guerra contra la enfermedad, también se necesita un ejército entrenado (personal médico) y armas eficaces (medicamentos, equipamiento, educación). El acceso a la atención médica también depende de la organización sanitaria y del modo de financiamiento. Es posible distinguir tres grandes sistemas: el que nació de la colonización, el que formaron los ex países comunistas y el que está en vigor en los países desarrollados, a menudo adoptado –con variantes– por los países emergentes.
Como herencia de la impronta colonial, los 79 países de África, el Caribe y el Pacífico (ACP) han desarrollado una arquitectura piramidal. Allí se encuentra el nivel primario, con dispensarios locales y a veces equipos móviles, el nivel secundario, con hospitales generales, y por último un nivel terciario, constituido por unidades especializadas (clínicas) y centros hospitalarios-universitarios. Hasta mediados de los años ochenta, los fondos del Estado y los de las organizaciones internacionales permitieron garantizar un precario equilibrio.Pero, según advierte la OMS en su informe de 2008, “las políticas de ajuste estructural [negociadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial] hicieron tambalear seriamente el sistema de salud pública; la brecha entre la oferta de atención privada y pública se profundizó”. Y agrega: “La mercantilización no regulada de los sistemas de salud los hace muy ineficaces y muy caros; acentúa las desigualdades y conduce a una atención de calidad mediocre, e incluso a veces peligrosa”. Además, cita el ejemplo de la RDC, donde “existe la llamada cirugía safari, que se refiere a una práctica común de los profesionales sanitarios que, como empleo complementario, realizan apendicectomías y otras intervenciones quirúrgicas en el domicilio del paciente, cobrando a veces por ello unos honorarios desmesurados”. Allí se ve que la penuria siempre va de la mano de la corrupción.En cuanto a la ayuda internacional –sin duda indispensable– brindada por la OMS, Unicef, programas de la ONU, acuerdos bilaterales y grandes fundaciones, se presenta tan dependiente de estos múltiples agentes que a veces es difícil establecer la menor coherencia en su implementación. Las reformas, cuando existen, se limitan a la construcción o la renovación de centros de primeros auxilios o de hospitales.
Una anécdota sorprendente
Como se sabe, desde principios de 2010 muchos países europeos han tratado de desprenderse de su stock sobrante de vacunas contra la gripe H1N1. Según la OMS, “95 países pobres las hubieran necesitado”. Sin embargo, a falta de equipamiento para garantizar la seguridad de los productos y de medios humanos para administrarlos correctamente, “sólo dos han podido obtenerlas” (7) a principios de enero. Cabe preguntarse sobre las proyecciones de la OMS respecto de la pandemia de gripe A, que sin duda dependen más de la presión de los laboratorios que de la realidad médica. La constatación, sin embargo, no deja de ser instructiva.
La construcción de una red de atención de la salud ha demostrado ser necesaria, pero no suficiente. “Hay instalaciones y servicios que pueden estar disponibles y ser accesibles, pero son insensibles a la cultura”, afirmaron investigadores al hacer un balance de sesenta años del “derecho a la salud” en The Lancet (8). Allí citan el ejemplo de Perú, donde los programas destinados a hacer retroceder la mortalidad maternal fracasaban hasta que tomaron en cuenta la costumbre de las mujeres de dar a luz en cuclillas y proveyeron el equipamiento adaptado. Simple sentido común. Es significativo que en África, o incluso en India, los sistemas coloniales importaron los métodos occidentales, ignorando las prácticas y saberes locales (cuando no combatiéndolos). La China de Mao Zedong hizo lo contrario: se apoyó en la medicina tradicional que, acoplada a las terapias occidentales, contribuyó a reducir varias enfermedades infecciosas.
Otro gran sistema fue el de los países comunistas del bloque soviético, que estaba fundado en los grandes hospitales, los sanatorios. La atención descentralizada prácticamente no existía. Ya poco eficaz a fines del antiguo régimen, el modelo explotó con la caída de las subvenciones públicas originada en la conversión de esos países a los dogmas liberales y el hundimiento económico. Las dificultades de la vida y la pérdida de las referencias colectivas condujeron a comportamientos de riesgo (violencia, alcoholismo reforzado, etc.), en el preciso instante en que los fondos para la salud disminuían (supresión de los medicamentos gratuitos, privatización de sectores hospitalarios, obsolescencia de los equipamientos, etc.). Resultado: la esperanza de vida “con buena salud”, que en Rusia era de 69 años en 1990, cayó a 66 en 2006; de 70 a 67 años en Ucrania; de 65 a 64 en Kazajstán… El mal seguimiento de los tratamientos incluso se tradujo en la llegada de enfermedades “mutantes”, como la tuberculosis multirresistente, particularmente prevalente en las cárceles superpobladas de Rusia, donde la promiscuidad y la inadecuación de la atención permitieron la aparición de la enfermedad. Hoy en día, los esfuerzos están orientados a constituir una red primaria de atención y a consolidar un sistema de seguridad social. Pero los resultados no están a la altura de las expectativas.
En el caso de los países ricos, el acceso masivo a la atención pasa por los médicos locales, los especialistas, los hospitales generales, así como los establecimientos ultraespecializados. Incluso dentro de este conjunto pueden distinguirse los sistemas en que se garantiza la gratuidad y el Estado financia la atención (Suecia, Reino Unido); los sistemas de seguro médico (Alemania, Francia, Japón) donde la oferta puede ser pública o privada y el pago de la atención mutualizado; por último, los sistemas mayoritariamente privados (Estados Unidos y países de Europa Central).Si bien todos parten de la necesidad de proteger a las poblaciones de los avatares de la vida, la opción inicial (atención pública o privada) no deja de acarrear consecuencias. En Europa, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, prevaleció la idea de que “cada cual debe financiar el sistema en función de sus ingresos, y no en función de su estado de salud, y debe ser atendido en función de su estado de salud, y no de sus ingresos”, recuerda el investigador Bruno Palier (9). Los principios eran generosos, y habrían de sufrir serios tijeretazos.
En este conjunto de países, por más extraño que parezca, la suma de gastos de salud no se condice con el estado sanitario global y la esperanza de vida. De hecho, no alcanza con gastar más para llegar a viejo. Así, por ejemplo, Japón, cuya esperanza de vida “con buena salud” es de 75 años, no dedica más que el 8,1% de su PIB a la salud: menos que Francia (11,4% y 72 años de esperanza de vida), Suecia (9,1% y 73 años) o el Reino Unido (8,4% y 71 años). La aparente paradoja se explica porque los modos de vida, las condiciones de trabajo y la alimentación también influyen sobre la longevidad.
En cambio, la organización de las relaciones entre el enfermo y los médicos, el control (o la falta de control) sobre el precio de los medicamentos o el peso de la prevención tienen un impacto directo sobre los gastos. La factura farmacéutica más abultada es la de Estados Unidos (dos veces el promedio de los países de la OCDE), por delante de Canadá, Grecia o Francia (esta última acumula un fuerte consumo y un alto nivel de precios). Otro campeón de la sobreprescripción de medicamentos es China, segundo mercado farmacéutico del mundo: allí los médicos, que son mal retribuidos y están habilitados a vender los remedios que prescriben, no dudan en alargar la lista para llegar a fin de mes.
En Suecia, Noruega o el Reino Unido, la gratuidad está garantizada para la atención básica. El equipamiento es público y de la retribución del médico se encarga el Estado o las administraciones locales, bajo la forma de salarios (y no de pago en el acto, como ocurre por ejemplo en Francia). Evidentemente, cuando las finanzas públicas disminuyen, los servicios se transforman en listas de espera. Esa fue una de las consecuencias del reinado de Margaret Thatcher. En 2001, el 22% de los pacientes británicos debían esperar más de tres meses (trece semanas, para ser precisos) antes de obtener una simple cita en el hospital; el 27% había esperado seis meses antes de ser operado (10).
La OCDE descubre la luna
A pesar de muchas indecisiones, el gobierno laborista amplió los medios destinados al sistema sanitario (aumento del número de médicos y enfermeras, así como de sus salarios; relanzamiento de inversiones). Los resultados son evidentes, aun cuando siguen estando por debajo de los de Suecia o Noruega, donde la atención de calidad está garantizada y es accesible para todo el mundo. Contrariamente a las ideas que machacan los adictos al “todo mercado”, no es el sistema público el que conduce al desastre, sino la falta de compromiso del Estado. También puede señalarse que los gastos de salud a escala global a menudo se aligeran cuando las protecciones son colectivas y la parte privada (pagada por las familias y/o las compañías de seguros) es la más débil; así ocurre en Japón (la parte privada equivale al 17,7% de los gastos) o en Suecia (16,1%), contra el 20,2% en Francia y casi el 50% en Estados Unidos.
Para convencerse de ello basta con observar al más liberal de los sistemas –el estadounidense–, célebre por sus fracasos en serie, a tal punto que algunos hablan de “no sistema”. Para la población activa, su financiamiento descansa sobre la empresa, que cofinancia un contrato de seguro de salud con organismos privados. Dos tercios de los empleados reciben esta cobertura. Los trabajadores autónomos, los de tiempo parcial o los que tienen pequeñas empresas deben contratar pólizas individuales mucho más caras, por lo que a menudo las rechazan. La sanción es inmediata: fuera de la empresa no hay derechos. La cuestión es tanto más crucial cuanto que la tasa de desempleo oficial no cesa de aumentar y araña el 10%. Los jubilados de más de 65 años tienen derecho a Medicare, que garantiza una cobertura mínima, y los más pobres acceden a Medicaid. En cambio, para aquellos que no entran en estas categorías, la nada. En el país que suele citarse como modelo de éxito, un sexto de la población no dispone de ninguna protección. Ese agujero, y su costo, es lo que quiere cubrir Obama.
De hecho, incluso dentro de los países que disponen de los sistemas sanitarios más desarrollados, las desigualdades persisten. El economista de la salud Richard Wilkinson señala que en Estados Unidos “las mujeres blancas de los barrios más ricos tienen una esperanza de vida de 86 años, contra los 70 años de las mujeres negras de los barrios más pobres” (11). Dieciséis años de diferencia, no es poco.
Por su parte, la OMS calcula incluso que “886.202 muertes podrían haber sido evitadas entre 1991 y 2000 si se hubieran igualado las tasas de mortalidad de los estadounidenses blancos y las de los afroamericanos” (12). “Compárese esta cifra –continúa la organización– con las 176.633 vidas salvadas gracias a los progresos médicos”. Otro ejemplo que ofrece ese estudio: en los barrios pobres de Glasgow, Escocia, la esperanza de vida al nacer es de 54 años, inferior a la de… India.
Esta situación no se explica solamente por razones sanitarias o financieras. Como indica una vez más la OMS, las poblaciones desfavorecidas suman desventajas: “Educación mediocre, falta de equipamiento social, desempleo y precariedad laboral, malas condiciones de trabajo y barrios peligrosos, además de sus repercusiones en la vida familiar”. Estos factores socio-psicológicos, a los que Wilkinson agrega la estima de sí mismo y el miedo al futuro, cumplen un papel importante. En los países ricos, ser pobre afecta gravemente la salud.
Pasmados ante su propio descubrimiento, los expertos de la OMS, más bien habituados al lenguaje diplomático, no maquillan sus palabras: “Esta disparidad no es en ningún caso un fenómeno ‘natural’; es el resultado de políticas que hacen primar los intereses de algunos por sobre los de otros: a menudo los intereses de una minoría poderosa y rica por sobre los intereses de una mayoría desposeída”.
Incluso la muy liberal OCDE, que bregó por una desregulación general, debe reconocer que la privatización agrava las dificultades: “Sólo una pequeña cantidad de adeptos adhieren ahora a la idea de que la competencia ofrece la solución apropiada. (…) Las virtudes del mercado se hacen mucho menos evidentes” (13). Sus expertos han llegado a escribir que “la sociedad puede necesitar la implementación de medidas como la regulación del mercado para corregir sus fallas y, en los casos extremos, abandonar el mercado en pro de otra atribución de los recursos”. ¿Al fin la OCDE descubre la Luna?
Pero mejor no soñar. En Estados Unidos, los lobbies de las aseguradoras tienen los suficientes relevos políticos entre los demócratas como para esperar salvar sus privilegios. En Francia, la privatización se acelera en los hospitales: se anuncia la supresión de 4.000 puestos en la asistencia pública de la región parisina de aquí a 2012. La seguridad social ha sido sometida al mismo régimen; si bien alguna vez reembolsó hasta el 76,5% de los gastos de salud (1980), hoy no asegura más que el 73,9% (14). Y esto es sólo un promedio. Si las afecciones de larga duración (cáncer, etcétera) se cubren casi en su totalidad, la atención corriente, que afecta a la mayoría de la población, apenas se reembolsa en un 55% en promedio (15). El profesor Didier Tabuteau da el grito de alarma: “Hay una privatización de la protección social” (16). ¿Habrá que esperar que la esperanza de vida en algunos barrios caiga al nivel de Bangladesh para medir los riesgos que se han corrido? Ya, a los 60 años, la esperanza de vida de los obreros es siete años inferior a la de los gerentes. ¿Qué sucederá en unas pocas décadas, si la rueda del progreso sigue girando al revés?
En realidad, la mayoría de los franceses tienen la impresión de pagar cada vez cuotas más altas (a la seguridad social, a las mutuales) por un servicio cada vez menor. “Además de las consecuencias sobre la salud de los más pobres –señala Palier–, ese desfasaje corre el riesgo de crear dudas sobre la eficacia y la legitimidad del sistema de salud” (17). ¿Y si ese fuera uno de los objetivos no confesos? ♦
En realidad, la mayoría de los franceses tienen la impresión de pagar cada vez cuotas más altas (a la seguridad social, a las mutuales) por un servicio cada vez menor. “Además de las consecuencias sobre la salud de los más pobres –señala Palier–, ese desfasaje corre el riesgo de crear dudas sobre la eficacia y la legitimidad del sistema de salud” (17). ¿Y si ese fuera uno de los objetivos no confesos? ♦
REFERENCIAS
(1) “Informe sobre la salud en el mundo 2009”, Organización Mundial de la Salud (OMS), Ginebra. Las cifras del presente artículo señalan la esperanza de vida “con buena salud” (sin discapacidades mayores), que es más corta que la esperanza de vida en general.(2) Véase “Obama ou l’impasse des petits pas”, 20-1-10, en La valise diplomatique: www.monde-diplomatique.fr(3) Alain Barjot (dir.), La Sécurité sociale, son histoire à travers les textes, Tomo III (1945-1981), Association pour l’étude de l’histoire de la sécurité sociale, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales de Francia, París, 1997.(4) Maggie Black, “Sanitarización: la deuda pendiente”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, enero de 2010.(5) Datos 2006 del Banco Mundial.(6) Entrevista en France Inter, 13-1-10. Ver L’Idée de justice, Flammarion, París, 2010.(7) Donald G. McNeil Jr, “Poor nations still getting little flu vaccine”, International Herald Tribune, París, 19-1-10.(8) “Health systems and the right to health: An assessment of 194 countries” (“Los sistemas de salud y el derecho a la salud: la evaluación en 194 países”), The Lancet, Londres, 13-12-08.(9) Bruno Palier, La Réforme des systèmes de santé, Presses Universitaires de France, colección “Que sais-je?”, París, nueva edición, 2009.(10) El ejemplo está citado en Bruno Palier, op. cit.(11) Richard Wilkinson, L’Egalité c’est la santé, Demopolis, París, 2010.(12) OMS, “Subsanar las desigualdades en una generación: alcanzar la equidad sanitaria actuando sobre los determinantes sociales de la salud”, Ginebra, 2009.(13) OCDE, “Achieving better value for money in health care”, París, 2009.(14) Este índice era del 44% en 1966 y subió hasta 1980, cuando volvió a descender.(15) Las mutuales y aseguradoras complementarias pueden cubrir la diferencia, pero se quejan cada vez más y aumentan sus cuotas, en particular para los jubilados. Además, el 8% de los franceses no posee una cobertura complementaria.(16) Entrevista en Le Monde, París, 13-1-10.(17) Bruno Palier, op. cit.
*Jefa de redacción adjunta de Le Monde diplomatique, París. Artículo realizado con la colaboración de Olivier Appaix e Ilka Vari-Lavoisier.