miércoles, 24 de febrero de 2010

De qué sirve el CNM Por Carlos Reyna

Mié, 24/02/2010 -

El Consejo Nacional de la Magistratura ha unido en contra suya a casi toda la gente. “Graves cuestionamientos al CNM” tituló La República en su editorial del último domingo. Al día siguiente, El Comercio puso un título más punzante: “La descomposición del Consejo Nacional de la Magistratura”. Señaló “vergonzosos y grotescos escándalos”.
Uno y otro diario, como muchos juristas consultados, coinciden en que no se trata solamente de un incidente. Defectos estructurales, fallas de fondo, señalan. Se coincide en la urgencia de una reforma. El problema es el alcance de esa reforma.
Algunos proponen corregir la manera cómo el CNM examina y nombra a los jueces. Que sea transparente, racional y garantista de los derechos de los postulantes. Otros proponen enmendar, vía reforma constitucional, la composición del Consejo. Que todos vengan de la esfera de la abogacía y del derecho.
Cabe preguntarse, sin embargo, si no es la propia existencia del CNM la que debe ponerse en cuestión. Su creación, desde la Constitución de 1979, sustrajo al Congreso y al Presidente los nombramientos de los jueces y fiscales. El supuesto era, y sigue siendo, de que así no habría intervención política en esos nombramientos.
Los hechos han demostrado, todos estos años, que ese supuesto es falso. La injerencia política ha continuado, sólo que en una forma encubierta y bastante más turbia que antes. Es obvia la hegemonía de los apristas en alianza con argollas provenientes de ciertos colegios profesionales y de ese opaco mundillo de la Asamblea Nacional de Rectores.
Habría que asumir, con realismo, que designar, por ejemplo, jueces o fiscales supremos será siempre un asunto político de primera importancia y que en ello habrá siempre incidencia de actores políticos. Así es en todo el mundo. El punto es que esto sea hecho de manera más transparente, explícita y pública.
Por tanto, ¿no es hora de que esa atribución sea nuevamente asumida, de manera compartida, por el Congreso y el Presidente? Total, es el Congreso el que nombra al Defensor del Pueblo, al directorio del BCR, al Tribunal Constitucional y al Contralor. Son procesos discutibles, cuestionables, siempre, pero nunca tan turbios, irracionales y cubiertos de nocturnidad como el descompuesto CNM

FMI: se le cae la estantería. Por Humberto Campodónico

Mié, 24/02/2010


La actual crisis económica sigue botando de la estantería las recetas ortodoxas del FMI. Hace dos semanas, su economista jefe, Olivier Blanchard, dijo que se equivocaron en recomendar a los países que tengan metas bajas de inflación, cercanas al 2%. Dice ahora que un poco más de inflación no les vendría nada mal, la misma que podría ser de 4%.
Ante la incredulidad de sus “adúes”, Blanchard dijo que si la meta de inflación hubiera sido más alta, lo mismo hubiera sucedido con las tasas de interés nominales. Pero como las tasas de interés eran bajas, en el momento en que comenzó la crisis el Banco Central casi no tenía “balas” (posibilidad de reducir las tasas), motivo por el cual la crisis del sector real se agudizó. Ante esta situación, los Bancos Centrales tuvieron que salvar a los bancos con “cash” y los gobiernos debieron recurrir a elevados déficits fiscales para tratar de relanzar la economía con los Planes Estímulo.
El cambio del FMI es significativo, claro que sí, pues durante décadas combatió cualquier asomo de tasas de inflación más altas, lo que se tradujo en recomendaciones para reducir los déficits fiscales y ponerle “rienda corta” a la emisión monetaria.
Dicho esto, algunos críticos afirman que esta voltereta no tiene nada de “teórica”. Sucede que, ante la enormidad de las deudas públicas de los países de la OCDE, el FMI está buscando una política de “contención de daños”. Y no se le ha ocurrido otra cosa que la viejísima receta de licuar la deuda con tasas altas de inflación.
Esto es lo que dicen Joshua Aizenman y Nancy Marion: “Esa tentación es mayor de lo que fue después de la II Guerra Mundial, porque en esa época los acreedores extranjeros solo tenían el 5% del total de la deuda, mientras que esa proporción ahora es del 50% debido a la liberalización de los flujos de capitales”.
Hace pocos días otro ‘paper’ del FMI volvió a sacudir la estantería, pues planteó que han “repensado” su posición de condena a los países emergentes que pongan restricciones a la entrada de flujos de capital externo, más conocidos como “golondrinos”. Dicen Ostrich y Gosh que estos controles “a veces pueden ser justificados como parte de las herramientas de política”.
Ah, caramba. ¿Y dónde queda la posición de Michel Camdesuss en 1997 de cambiar los estatutos del FMI para que se pueda liberalizar completamente la cuenta de capitales de la Balanza de Pagos?
Recordemos que la crisis asiática del 97-98 tuvo su origen, de acuerdo con Stiglitz y Krugman, justamente en esa recomendación del FMI, ya que creó una enorme burbuja que luego estalló con la devaluación del baht tailandés. Y cuando el Premier de Malasia Mohammed Mahatyr puso controles de capital, todo el “establishment” le saltó a la yugular para condenarlo por “irresponsable”. Pero los controles le funcionaron a Malasia, a pesar de las críticas.
En este caso, como en el anterior, los críticos dicen que el FMI está tratando de evitar la salida de capitales de los países industrializados en crisis, pues lo que necesitan es volver a relanzar el crédito, la cadena de pagos y la inversión (en momentos en que hay alto desempleo). Por eso, ahora, alientan a los países emergentes a poner controles, con toda clase de argumentos.
Dicho esto, muchos países emergentes, como Brasil, Chile, Colombia –y también el Perú– recurrieron a esa política para defender su moneda ante los ataques especulativos de los “capitales golondrinos”.
Como vemos, al FMI –que no vio esta crisis hasta que le reventó en la cara– se le cae la estantería ortodoxa. Pero todo es por pura conveniencia. Cuando cambien las necesidades de los países industrializados, nos volverán a “sorprender” con nuevos y extraños giros, que ellos tildarán de “teóricos”. Ya los conocemos. Por eso, de lo que se trata es de pensar con nuestra cabeza

Domingo de teta y sustos. POR CESAR HILDEBRANDT



Hace unos días hice lo que había aplazado durante largos meses: ver “La teta asustada”, la película peruana más exitosa y reconocida de todos los tiempos, una obra que, sin ninguna duda, debe tener méritos y excelencias que este columnista, por alguna razón entre las que no se encuentra la cicatería, no pudo (o no supo) encontrar.Como alguna vez he confesado, soy un viejo cinéfilo que ha pasado grandes momentos de su vida viendo películas de todos los estilos, todos los géneros, todos los directores y todas las calañas.Me había resistido a ver “La teta asustada” porque temía que no me gustara (“Madeinusa” me había parecido un buen intento fallido) y porque, si así sucedía, tendría que escribirlo y no callarme como hacen tantos a la hora de mirar la dirección de los vientos. Y al no callarme –pensé- tendría que enfrentar el callejón oscuro de los adocenados y los nacionalistas del culo que están viendo “antipatriotas” hasta en la sopa (en la sopa de Acurio por ejemplo, que es, como se sabe, sagrada). De modo, que compré “La teta asustada” en una versión formal –soy de los que jamás compra piratería: no soy un “peruano cabal”- y la vi. Quiero decir, la vimos.Cuando aparecieron los créditos finales no sabía a qué espectáculo había asistido: ¿era sólo una mala película o era el resumen más brioso de la huachafería vagamente progre y de exportación, esa que PromPerú podría auspiciar junto a algunas ruinas sobreestimadas?Vamos a ver. Los actores de “La teta asustada” no son buenos y al no ser buenos no sostienen una historia hiperbólica que hubiera requerido un registro realista que compensara tanto exceso. ¡Y es que el realismo incluye también lo actoral y eso es algo que el cine sudamericano, con algunas excepciones, no logra entender! La fotografía de “La teta asustada” combina las postales distantes, los planos abiertos de un observador frío, con algunos primeros planos voluntaristamente dramáticos y sin sentido y con encuadres gaudianos, retorcidos y amputadores. ¿Fue un aporte al cubismo que hubiese brazos cortados, contraplanos a media caña, manitas sin antebrazos, codos sueltos?La película es un tour para catalanes y berlineses perversones en torno a un país trágico que Claudia Llosa se ha empeñado en hacer cómico (y, claro, así, en clave de humor negro y de sal gruesa, elude rozar siquiera el origen de todo: la raíz social no de la papa sino de la injusticia y la escisión social).Como comedia varias veces involuntaria, “La teta asustada” es prodigiosa. Que un ginecólogo le diga al tío que recomendará “otro anticonceptivo” a la niña que tiene una papa en la vagina –dando por hecho que el tubérculo cumple esa función- es como para sonreír.Que una ricachona tenga su palacete junto a un mercado del Perú profundo –realidades encarnizadamente enemigas separadas apenas por una puerta eléctrica-, ¿es una manera de ahorrar platós, agudizar las contradicciones o hacer una caricatura abreviada y en pocos metros cuadrados del Perú? Que esa misma señora le diga a la protagonista que tome asiento cuando ésta ya está sentada, no es una distracción de vieja pituca: es la enésima tontería de un dialoguista empeñado en construir personajes oligofrénicos.La señorita Llosa es una militante del realismo mágico, pero tiene un problema: no es García Márquez; es, más bien, la secretaria visual de Isabel Allende.De allí, de ese almacén ingenuo de realismo mágico en versión “Coquito” salen, en desfile continuo, el barco que va a cruzar un túnel más estrecho que su diámetro y su altura, la poda con tijerita de uñas de la papa intravaginal, la venta de ataúdes con escudos futbolísticos para hinchas del más allá, el hecho de que la señorita Solier se desmaye y sea intervenida en un quirófano mientras mantiene en una mano crispada un puñado de perlas, los matrimonios masivos sin alcalde, la santa conservación inodora de un cadáver de varios días, el rostro aceradamente inmóvil y casi enyesado de la señorita Solier en su papel de víctima de la teta, la transformación repentina e inconvincente de la señora pianista luego de su concierto.Todo folclórico y apretado, todo hecho para arrancar exclamaciones de risas, horror y condescendencia entre europeos culposos, oenegistas con mucho millaje y amantes del exotismo. Y casi todos los personajes de la película exhiben una estupidez cacasena -¿de origen viral, hereditario, antropológico?-, como aquella novia que, teniendo un vestido con una cola de varios metros, está descontenta porque quiere más tela para más cola y que termina, como idiota mayúscula, subiendo al podio inverosímil que Claudia Llosa le ha puesto, no por los peldaños “majestuosos” de aquel armatoste de cartón sino por una escalera de albañil desde la que está a punto de caer.“La teta asustada” no es una mala película porque retrate con saña de turista pronazi las miserias y pellejerías de la pobreza urbana de Lima ni aluda, con enorme timidez, a las fechorías que sufrieron nuestros campesinos de manos de terroristas y militares. Es mala porque cinematográficamente es un desastre. La historia no te la crees –no porque sea irreal sino porque está mal contada-, los actores recitan muchas veces frases sin sentido, la señorita Solier canta cuando no debe –es decir, admitámoslo: casi siempre- y hay empalmes que no se explican, lentitudes que nada aportan, destellos visuales –la señorita Solier con una flor en la boca, el despegue de un artilugio impulsado por helio- que terminan por desbaratar la poca lógica interna que le quedaba a la ficción.El Perú cambió el mundo con el aporte de la papa ancestral. Esta papa intravaginal y casi hidropónica, física y simbólicamente inmunda, no cambiará la historia del cine. Sé a lo que me expongo con estas líneas. La verdad es que importa un ardite. Peor hubiese sido sumarme al coro extasiado y patriótico de los que creen que el honor nacional está en juego en la ceremonia del Oscar.Ni conozco ni envidio ni siento nada por la señorita Llosa. Es más, espero que gane el Oscar y que lo disfrute. Pero eso no me impide decir lo que pienso. Tampoco le temo a sus primos fulminantes ni a sus tíos mitológicos ni a sus vínculos especiales con el agitprop ibérico. Me alegra que haya tenido la suerte de contar con tantas anuencias internacionales y con tantos píos silencios domésticos. Pero de allí a decir que “La teta asustada” es una “gran película”, como la tetudez colectiva ha impuesto aquí y con letras de neón, hay tanta distancia como la que va de la alfombra roja del teatro Kodak a la posteridad de veras bien ganada.

POR CESAR HILDEBRANDT Torero o matarife



Nadie debe haberse sentido más feliz viendo a Jaime Bayly despeñarse que el propio Baruch Ivcher.Bayly quizá calculó que su pregrabación iba a ser vetada por la ira de Ivcher.
De ese modo el misterio lo absolvería, la censura lo engrandecería y la victimización acompañaría la marcha de su candidatura.Pero todo fue un mal cálculo.
Aconsejado por sus mejores diablos azules, Ivcher le dio paso a una larga diatriba –a ratos divertida, a ratos vulgar, muchas veces lumpen- dirigida al propietario del circo en cuestión y, para usar las palabras de Bayly, a “los monos que le sirven y que se cagan en donde pueden” (o sea Beto Ortiz y un tal Miyashiro).
Y cuando Bayly insultaba, Ivcher –esa gran impostura- renacía. Y cuando Bayly volvía a insultar, desde una histeria maníaca y quejumbrosa, Ivcher se llenaba de vida y de esperanza y marchaba con el tranco resuelto de los muertos vivientes.¿Quién era el demócrata, entonces? ¿Era Bayly, el insultador; o era Ivcher, el presidente del directorio permisivo y, en este caso, mucho más suizo que israelí? El demócrata aquella noche fatal no fue Bayly.
Bayly fue el lúcido tardío que, después de varios años, se daba cuenta de que Ivcher era un tal por cual (y justo cuando, desde el miércoles pasado, tiene en su bolsillo una oferta de Canal 4 para hacer allí “El francotirador”). Ivcher no lo censuró y quedó, aunque a algunos nos duela, como un ejemplo de tolerancia.
Fue una noche fatal porque asistimos a un suicidio que se veía venir pero que superó todo lo imaginable en relación a ese arte equívoco de la autodestrucción.
No soy de quienes odian a Bayly. Siempre le guardé aprecio y casi siempre me enternecieron sus primeras locuras y sus apariciones fulgurantes en la tele.Me dio lástima, eso sí, verlo agusanado en Miami y uribizado en Colombia.
Y, antes, en los tiempos de la persecución y el SIN, me dio rabia que su antiFujimorismo fuera mudo y sus silencios explícitos.No soy lector de sus libros pero sería rácano negar que es un escritor de enorme éxito internacional y un personaje continental de la comunicación.
Dicho esto, tengo que añadir que lo que vi hace dos días ha sido un show sombrío y crepuscular de alguien que, con el nombre de Jaime Bayly, imita al escritor, desfigura al conductor, desacredita al personaje y envilece la propia memoria.
Ese Bayly que vimos carraspeando groserías, inyectadamente temerario, contradiciéndose cada diez minutos, no es el Bayly que una vez apareció en “La Prensa” y en Canal 5 y se convirtió en líder de opinión.
El Bayly que vimos hace días derrapa en la procacidad y es un eco malo de los buenos tiempos.
Pero, sobre todo, es un Bayly que parece no tener ninguna reputación que preservar.Su capacidad de ser grosero, que llega a tener tintes patológicos, lo que demuestra es un narcisismo con sueños de omnipotencia.
Bayly no candidatea a la presidencia: candidatea a ser Dios, un Dios cruel e impune que azota y/o quema a los herejes.
Cuando insultaba a Ivcher de un modo tan rastrero, tan racista, tan xenófobo y tan primario, yo pensaba:-
Este Jaime no sabe hasta dónde ha metido la pata. Cree que es un desplante lo que es una fechoría.
Y el hecho de que Bayly siguiera fingiendo que todo su enojo (divino) se debía a que Beto Ortiz y el tal Miyashiro “habían saqueado la propiedad intelectual” de su amigueta (primero novia, luego íntima, más tarde amiga), me causó la viva impresión de que ese programa estaba siendo transmitido desde una casa de salud y que, en cualquier momento, aparecerían batas blancas, jeringas goteando pócimas sedantes, enfermeros musculosos y dispuestos a dominar al paciente.¿Alguien puede creer que Jaime se enojó porque dos aviesos colegas de pantalla leyeron párrafos de una novela inédita? El problema no era ese.
Si Jaime recordase, a estas alturas, que es posible decir la verdad diría que lo que de verdad lo molestó no fue la incursión bucanera del dúo Ortiz-Miyashiro sino la espantosa calidad de lo leído, la indigencia literaria del manuscrito en cuestión, el final del juego de un libro que a él se le había ocurrido recomendar antes de que saliera a la venta. Es que Jaime no sólo es Dios: también es Midas –el rey que todo lo que tocaba lo hacía de oro- y la niñata en cuestión era oro en polvo.
Y si Jaime siguiera empeñado en ser honesto –una virtud que tuvo hasta que la televisión lo volvió un monstruo- diría también que todo ese arrebato histriónico, esa furia teatral, eran una manera de darle a su ego –convertido en peleador de sumo- la sobrealimentación de notoriedad y de escándalo que cada día reclama.
A todo esto hay que sumar el asunto de la candidatura, algo que la personalidad escindida de Bayly proclama una noche por la boca y rechaza al día siguiente por la imprenta, algo que ha terminado de perturbar a este personaje complejo que cree que escribir es vomitar y que hace tiempo ya no lucha con sus demonios sino que los obedece.
Ivcher se dio el gusto de propalar en su canal la transmisión radiográfica de Jaime Bayly, la autobiografía hablada de un escritor talentosísimo y de un ser humano ayer entrañable convertido en esa fábrica de agravios, en ese géiser del mal gusto y la incontinencia.A tanto llegó Bayly que Ortiz y el tal Miyashiro parecieron, por contraste, unos caballeritos vestidos en Gamarra, pundonorosos, subordinados y con el bozal en su sitio.
A tanto llegó que Ivcher, el hombre del cheque discreto de 20 millones de soles entregados por Toledo, pareció víctima de un Hugo Chávez que le hubiese expropiado el canal y lo mandase insultar desde sus propios estudios.Lo curioso es que Bayly cedió en el único asunto que a Ivcher de veras le importaba: el del dinero.Porque cuando Bayly se retractó de lo dicho en relación a la deuda tributaria de Ivcher, le dio en la yema del gusto al dueño de la silla en la que estaba sentado.Y esa indebida concesión –indebida porque la deuda de 54 millones de soles de Ivcher es un asunto que la Sunat mantiene vivo- es la que, al final, quizá explique por qué el propietario de Frecuencia latina propaló lo que Lúcar le había aconsejado no propalar. Total, si el dinero es lo que importa, ¿qué importan algunos adjetivos que el viento y Youtube se llevarán?
El hombre-bomba que explosionó ante nuestros ojos hace unos días era lo que quedaba de Jaime Bayly después de varios años de coquetear con la locura.
Tengo la sensación de que Bayly comenzó su vida pública temiendo que descubrieran su bisexualidad. Cuando la confesó y la vendió como mercancía y la registró como marca, dejó de tener un gran secreto que cuidar. Fue un alivio.
Pero Bayly necesitaba más. Las parejas que hizo desfilar en sus columnas, las infidencias de cama y de camastro que describió con placer, el confeso odio a su padre, el desprecio a buena parte de su familia, sus furias anecdóticas de infancia contra curas y militares, el estilo de autoabominarse para inspirar respeto y compasión, la coprolalia creciente que parece empobrecer su lenguaje y afear su interior, todo eso constituye un cuadro clínico tan evidente y desgarrador que sólo una sociedad enferma como la nuestra pudo pasar por alto y, más bien, aplaudir y fomentar.Jaime se sintió un torero hace unos días. Pero el mandil ensagrentado, la sierra de motor, los anteojos de mica salpicados de sanguaza, la mirada turbulenta, la decisión gozosa de cortar y trocear, no engañaban. Sus peores enemigos gozaban como cerdos:
Bayly había sido –por fin- un matarife más en el viejo camal de Baruch Ivcher.
Y cuando, en su mensaje final, dijo que, en realidad, lo que quería “era quedarse en Canal 2 y reconciliarse con Ivcher” este columnista creyó ver en pantalla un remedo de esos psicópatas que, en las películas B, terminan diciendo que no recuerdan nada y preguntando qué es lo que hicieron y por qué tienen las manos manchadas de sangre.