En las últimas elecciones presidenciales del 2006, El Comercio hizo un llamado especial a los partidos y organizaciones políticas para que, voluntaria e internamente, tomen la iniciativa de renovar sus cuadros, convocar a más jóvenes y mujeres en sus organizaciones e incluirlos en sus respectivas listas de postulantes a cargos públicos.
La realidad ha demostrado que, salvo contadas excepciones, estas incorporaciones beneficiosas para la democracia interna no se han cumplido, lo cual solo ha abonado a favor de la criticada y consabida debilidad de organizaciones reacias a modificar o dar un giro en el modo de hacer política en el país.
Varias han sido las estratagemas empleadas para “sacar la vuelta” a las leyes electorales vigentes que norman la igualdad de oportunidades y que obligan a que el 30% de los miembros de una lista sean mujeres. Así, en las últimas elecciones municipales, algunos partidos incumplieron la cuota de género, lo cual evidentemente motivó tachas y afectó el desarrollo normal del proceso. Igualmente, en una muestra de total intemperancia y falta de equidad, otras agrupaciones que cumplieron con las cuotas de género lo hicieron con intencionada desventaja para las mujeres: ellas no solo participaron en minoría, sino que se las ubicó en la segunda mitad de las listas o al final, sin mayores posibilidades de ser elegidas.
Un balance con respecto a quién pierde con este tipo de prácticas señala que no solo son las lideresas rezagadas, sino, sobre todo, la ética partidaria menoscaba por la miopía de agrupaciones incapaces de reconocer que el porcentaje de mujeres en el Perú está prácticamente equilibrado con el de los varones; que desde los ámbitos de lo social y lo cultural, ambos pueden competir en igualdad de condiciones y aportar a la agenda pública.
En segundo lugar, todo indica que estas exclusiones explicarían la falta de profundidad de ciertas propuestas partidarias para articular agendas de gobierno, en las que no se incluye temas de género. Se trata, evidentemente, de un grave vacío, cuando en el escenario internacional estos asuntos no solo ocupan y concentran desde hace tiempo las preocupaciones de gobiernos y poderes públicos, sino también de organismos mundiales como Naciones Unidas y la sociedad civil representada por las ONG.
Por ello, si estas tendencias discriminadoras continúan, y las organizaciones políticas siguen subestimando la participación de la mujer, habrá que buscar otras salidas. Por ejemplo, estudiar la posibilidad de apoyar la alternancia por sexo, iniciativa presentada por un colectivo de mujeres que propone modificar las leyes electorales regionales y municipales para que el orden de candidatos en las listas se establezca alternando hombres y mujeres, desde el primer lugar hasta el último que corresponda. Se trata de una medida temporal para promover la inclusión en el país; una propuesta extrema y probablemente innecesaria si los partidos reconocieran que la democracia es para todos.
Sin duda, no estamos proponiendo que la participación partidaria sea a mérito solo de las cuotas de género, aun cuando los candidatos no tengan méritos para ello. Estamos reclamando que se respete la igualdad de oportunidades que nuestra Constitución garantiza en el papel, pero que en la práctica no existe.
La realidad ha demostrado que, salvo contadas excepciones, estas incorporaciones beneficiosas para la democracia interna no se han cumplido, lo cual solo ha abonado a favor de la criticada y consabida debilidad de organizaciones reacias a modificar o dar un giro en el modo de hacer política en el país.
Varias han sido las estratagemas empleadas para “sacar la vuelta” a las leyes electorales vigentes que norman la igualdad de oportunidades y que obligan a que el 30% de los miembros de una lista sean mujeres. Así, en las últimas elecciones municipales, algunos partidos incumplieron la cuota de género, lo cual evidentemente motivó tachas y afectó el desarrollo normal del proceso. Igualmente, en una muestra de total intemperancia y falta de equidad, otras agrupaciones que cumplieron con las cuotas de género lo hicieron con intencionada desventaja para las mujeres: ellas no solo participaron en minoría, sino que se las ubicó en la segunda mitad de las listas o al final, sin mayores posibilidades de ser elegidas.
Un balance con respecto a quién pierde con este tipo de prácticas señala que no solo son las lideresas rezagadas, sino, sobre todo, la ética partidaria menoscaba por la miopía de agrupaciones incapaces de reconocer que el porcentaje de mujeres en el Perú está prácticamente equilibrado con el de los varones; que desde los ámbitos de lo social y lo cultural, ambos pueden competir en igualdad de condiciones y aportar a la agenda pública.
En segundo lugar, todo indica que estas exclusiones explicarían la falta de profundidad de ciertas propuestas partidarias para articular agendas de gobierno, en las que no se incluye temas de género. Se trata, evidentemente, de un grave vacío, cuando en el escenario internacional estos asuntos no solo ocupan y concentran desde hace tiempo las preocupaciones de gobiernos y poderes públicos, sino también de organismos mundiales como Naciones Unidas y la sociedad civil representada por las ONG.
Por ello, si estas tendencias discriminadoras continúan, y las organizaciones políticas siguen subestimando la participación de la mujer, habrá que buscar otras salidas. Por ejemplo, estudiar la posibilidad de apoyar la alternancia por sexo, iniciativa presentada por un colectivo de mujeres que propone modificar las leyes electorales regionales y municipales para que el orden de candidatos en las listas se establezca alternando hombres y mujeres, desde el primer lugar hasta el último que corresponda. Se trata de una medida temporal para promover la inclusión en el país; una propuesta extrema y probablemente innecesaria si los partidos reconocieran que la democracia es para todos.
Sin duda, no estamos proponiendo que la participación partidaria sea a mérito solo de las cuotas de género, aun cuando los candidatos no tengan méritos para ello. Estamos reclamando que se respete la igualdad de oportunidades que nuestra Constitución garantiza en el papel, pero que en la práctica no existe.