Hemos perdido esa capacidad de indignación y de asco, de repulsión positiva, ante los farsantes y los cínicos.
Por Rocío Silva S.
“Se requieren siete mentiras más, aparte de la primera, para acercarse ligeramente a un falseamiento óptimo de la verdad” esta frase de Martín Lutero, cuya precisión es tan fútil como absurda, se adecúa en este verano solapado a lo que vivimos mientras escuchamos a nuestro presidente patinando ante la encuesta de las 27 mil almas. ¿Ocho mentiras hacen el 10% de una verdad?
Algo así pensaba también el astuto de Joseph Goebbels, el ministro encargado de la propaganda de Adolf Hitler, quien solía decir que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. Si Lutero sancionaba la idea de mentir otras siete veces para sostener la primera; Goebbels, por el contrario, estimulaba la repetición de una mentira en un eco casi infinito para darle cierta pátina de veracidad a una falacia. ¿Mil y una mentiras pueden construir entonces la realidad?
Jamás. Ni Goebbels, ni Sherezade, pudieron hacer agua del aceite. Una mentira es siempre, inextinguiblemente, una mentira, a pesar de que sea secreta, de que se disfrace, de que se mimetiza con el entorno. ¿Por qué los políticos son mendaces?, ¿por qué dicen mentiras con “una indiferencia interna respecto a lo verdadero y lo falso, a causa de la cual se miente uno incluso a sí mismo” como sostiene el filósofo austriaco Aurel Kolnai? En sociedades de democracias precarias los políticos hacen uso de esa delicada línea entre lo falso y lo verdadero para convertirla en un borde borroso y mugriento. Sucede que moralmente no nos choca la mentira porque nos hemos acostumbrado a ella, como el esclavo se acostumbra al cepo cuando ha dejado de soñar con la libertad. Los políticos se dicen y contradicen y se desdicen, para luego, frente a las luces y las cámaras, reafirmar lo contrario o lo que no se dijo al principio. No es cantinflesco, es obsceno.
La obscenidad y la mendacidad son parientes cercanos. Cuando alguien dice algo completamente falso sin conmoverse internamente, sin darse cuenta de aquello que le da a la mentira su nota de asquerosidad, es porque ha llegado a un cierto estado de des-humanización. Cuando uno no percibe a un gusano escurridizo y sinuoso –como lo es una falsedad– entonces se está mimetizando en un gusano; cuando uno no percibe la mendacidad de un político, entonces debería levantar la guardia.
La mendacidad es hostil pero no directa, una agresividad cobarde que se esconde en actitudes oblicuas, pero que penetra con su filo desollando la capacidad ética del receptor.
Kolnai sostiene que el receptor de la mentira, al darse cuenta de la misma, debería sentir repulsión: le debería enervar esa sensación de cercanía ante algo contaminado por la falsedad voluntaria.
El gran problema del Perú y de otros países es que hemos perdido esa capacidad de indignación y de asco, de repulsión positiva, ante los farsantes y los cínicos.
¿Se trata acaso de la docilidad ciudadana ante la estrategia de la propaganda de Goebbels: “miente miente que algo queda”? Si es así Goebbels no murió nunca y se convirtió en “sentido común” en América Latina.
Si es así, de alguna manera, el fascismo ganó esa guerra y las otras guerras simbólicas: Montesinos debería cantar victorioso en su celda y las cenizas de Hitler brincar sobre la tierra
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