Por Sinesio López Jiménez
El único impuesto que todos los peruanos pagamos es el IGV.
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El impuesto a la renta lo pagan pocos: los empresarios formales y los trabajadores que figuran en las planillas.
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Los informales (cerca del 70% de la PEA) no pagan impuestos a la renta. La mayoría de ellos (alrededor del 50%) porque son pobres o muy pobres, pero existe probablemente un 20% de la PEA que puede y debe pagar impuestos a la renta, pero no los paga.
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El 60% de los ingresos que recibe el Estado provienen del IGV. La mayor parte del impuesto a la renta proviene de las empresas, pero el impuesto al trabajo no es moco de pavo.
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Muchas empresas no pagan los impuestos que debieran pagar porque tienen exoneraciones tributarias, han firmado convenios de estabilidad tributaria o por otras razones.
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No es justo que el grueso de los impuestos repose en el IGV porque eso significa que los pobres pagan más (en relación con los ingresos que perciben) y que el peso del Estado reposa también sobre sus hombros.
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La presión tributaria fluctúa entre 13 y 15% y está por debajo de la media de AL (19%).
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La mayor parte de los ingresos que recibe el Estado se transforman en sueldos de la burocracia civil y militar y en gastos de administración.
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Son los gastos corrientes. El monto dedicado a la inversión pública es menor.
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De ese monto, la parte del león se dedica a la promoción de la acumulación privada a través de las políticas económicas y de la inversión en infraestructura. A eso hay que añadir diversos tipos de subsidios (convenios de estabilidad tributaria) y exoneraciones tributarias que reciben las grandes corporaciones.
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La inversión en ciencia y tecnología para promover el desarrollo es prácticamente inexistente en el Perú, si se le compara con algunos países de AL y sobre todo con los países desarrollados que destinan a ese rubro el 1% del PBI.
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El porcentaje del presupuesto dedicado a atender los servicios sociales de la educación y la salud es menor y tiende a bajar, incluso en épocas de bonanza económica. El porcentaje del PBI dedicado a la educación, por ejemplo, ha pasado del 3.8% en el 2004 a 3.2% en el 2010.
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Si se mira el gasto fiscal desde otro ángulo, se puede percibir mejor la orientación y los sesgos sociales y políticos del Estado.
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La mayor parte (incluidas las exoneraciones y los convenios de la estabilidad tributaria) es dedicada a la promoción de la acumulación privada y al blindaje de los aparatos económicos del Estado para proteger al capital.
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Otra parte igualmente importante del presupuesto se orienta a mantener los aparatos coercitivos del Estado para defender el orden externo e imponer el orden interno.
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¿Cuánto del gasto fiscal se dedica al apoyo del capital y al mantenimiento de la coerción?
Mi hipótesis es que más del 70% y que sólo un escuálido 30% se dirige a mantener los aparatos hegemónicos del Estado que tienen que ver con la producción del consenso del ciudadano (la educación, el derecho y la ley).
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Si esto es así, este tipo de Estado confirma las tesis más pesimistas del viejo Marx: un aparato coercitivo al servicio del capital.
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Un rápido balance de ingresos y gastos fiscales muestra que los ricos reciben del Estado más de lo que dan y que los trabajadores y la sociedad reciben menos de lo que aportan.
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El desbalance es mayor en las clases medias. Dan sin recibir nada a cambio.
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Pagan por nada. Considerando todos los impuestos que pagan en sus diversas instancias, algunos sectores medios trabajan medio año para el Estado.
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No habría problemas si el mismo funcionara bien para todos, pero eso es pedir peras al olmo.
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El Estado promueve agresivamente la acumulación privada, esta aporta poco al mantenimiento de los aparatos estatales que, a su vez, no tienen los recursos suficientes para brindar a la sociedad educación, salud y seguridad de calidad.
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Como respuesta, la sociedad no le otorga al Estado legitimidad.
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Se generan entonces problemas estructurales de gobernabilidad.