Una de las críticas en estos días es la referida al caudillismo.
Si se observa bien, hoy la política está cargada para ese lado.
Sin embargo, más allá que dicha crítica sea muchas veces justificada, la pregunta, si queremos realmente hacer política, es saber a qué se debe su persistencia.
Me pregunto si es posible imaginar ahora al APRA sin Alan García; al PPC sin Lourdes Flores; a PP sin Alejandro Toledo; al PNP sin Ollanta Humala; a SN sin Luis Castañeda; incluso a T y L sin el padre Marco Arana. Todos ellos –salvo García–probables candidatos a la presidencia el 2011.
Algunos dirán que es cierto, pero que importan más en todo caso los procedimientos que han utilizado para llegar a ser candidatos y/o líderes políticos. Y si bien eso es verdad, hay que reconocer que el liderazgo y la legitimidad de estos políticos no se derivan únicamente de los procedimientos sino también de otros factores que están vinculados a la fuerza que ellos mismos tienen y a la baja institucionalidad que existe en el país. Ello no implica que avalemos una política basada exclusivamente en el líder (o caudillista), puesto que sería el reino de la arbitrariedad y de la antidemocracia. Lo que se quiere afirmar es que la política tiene que partir de esa “realidad” si quiere ser eficaz.
Por eso la actitud no debe ser rasgarnos las vestiduras porque existen líderes (o caudillos) o contraponer líder versus partido sino más bien preguntarnos cómo se “administra” esta relación, más aún cuando la ciudadanía vive, como se demuestra en la última encuesta de APOYO, no solo de espaldas a la política sino que además no confía en absoluto en los partidos.
La crisis que viven la política, los políticos y los partidos, convierte a las elecciones presidenciales en un acto singular. Es en este acto donde es posible, por un instante, que el ciudadano (o grupos sociales) dejen de lado la desconfianza y la fragmentación y pasen, como dice Laclau, de una lógica basada en una relación vertical y segmentada con el poder, a otra lógica (política) fundamentada en la igualdad (y solidaridad) puesto que sus demandas permanecen insatisfechas. Se sienten iguales no solo por las demandas sino también porque tienen al frente, de un lado, a un adversario y, de otro, a alguien que los representa.
Lo que quiero decir es que el acto electoral nacional al igualar a todos los ciudadanos y al darles un mismo poder (un ciudadano un voto), hace que éstos descubran que son iguales entre sí, vía la identificación con una opción electoral en la que “pesa” más la identidad con el candidato que los programas o las ideologías, y también vía la identificación de un adversario.
Por eso las razones por las cuales se vota en las elecciones regionales y/o locales son muy distintas a las que están detrás de una elección nacional.
En las primeras, entre otros factores, debido al carácter vecinal o regional, persiste la fragmentación, mientras que en las segundas, por ser nacionales, no. Por eso las elecciones presidenciales pueden convertirse o se convierten, en estos tiempos de fragilidad y baja institucionalidad políticas, en un “momento de ruptura”. Y eso tiene lugar cuando ese momento se convierte a la vez en uno de construcción de un pueblo o “momento populista”, en el que se constituyen al mismo tiempo un líder, un sujeto con una identidad política y un adversario.
Si se acepta lo dicho hasta aquí se puede concluir, cuando menos en dos ideas:
a) que el populismo (o los liderazgos fuertes), siguiendo también a Laclau, no es un fenómeno político “sorpresa” como muchos lo califican, con candidatos “outsiders” y antisistema, sino que es más bien una lógica de la propia política y no del caudillo; y
b) que son las condiciones (políticas, institucionales y estructurales) las que permiten la emergencia de esa lógica política. En realidad, mientras esas condiciones no se modifiquen la política tendrá un alto componente “populista” (o caudillista). Guste o no a nuestros críticos.
(*) albertoadrianzen.lamula.pe