Un juez que apunta con su arma a un reportero gráfico, un miembro del Consejo Nacional de la Magistratura que le pide coima a un fiscal que postula para su ascenso, otro fiscal que es baloteado por supuesta incapacidad pese a haber sido el gran inquisidor en el histórico juicio contra Fujimori… Todo esto, y muchísimo más que se da en el día a día, demuestra que nuestro sistema de justicia está podrido.
Frente a eso es vital que toda la clase política y la sociedad organizada reaccionen con urgencia, porque la democracia no es viable cuando uno de sus poderes fundamentales es inconfiable.
El diagnóstico es ampliamente conocido: la corrupción judicial comienza en tiempos de la Colonia, cuando corregidores, caciques y curas —como recuerdan diversos historiadores del derecho peruano— con complicidad del aparato judicial ocultaban a los tributantes indígenas para evadir el pago de los impuestos reales.
Desde los albores republicanos, entre el manejo dictatorial del poder y la imposición sucesiva de los intereses aristocráticos, oligárquicos y plutocráticos, muchos gobiernos usurparon la recta administración del Estado, avasallando por consiguiente al Poder Judicial. Así, durante períodos prolongados se le desfiguró para utilizarlo como herramienta de dominación, tráfico de intereses y causas subalternas tanto de ciertos gobernantes como de algunos partidos políticos.
Uno de los mecanismos de control indirecto del PJ ha sido mantenerlo sumido en una pobreza radical de recursos, al extremo de convertirlo en monstruo de ineficiencia, lentitud y fuente de frustración ciudadana. Y allí donde la administración pública es tan insatisfactoria resulta más fácil corromper a sus agentes e interferir en el ámbito jurisdiccional que, por naturaleza, debe ser sagrado espacio de los jueces probos.
Otra forma de manipulación consiste en recortar su autonomía, habiéndose llegado al punto de establecer el mecanismo perverso de que hoy el CNM nombra a los magistrados con criterios poco transparentes que facilitan actos corruptos y manejos políticos de nuestra magistratura.
La consecuencia es que en lo social el desprestigio del PJ merma las bases del sistema político porque los ciudadanos desconfían de la justicia para defender sus derechos; asimismo, polariza a los ciudadanos en tanto muchos consideran que acceder a la justicia es “cosa de ricos”.
En lo económico se afecta los recursos de los ciudadanos, pero también se perturba el mercado de bienes, servicios e inversiones. Y en lo político se tiende a deslegitimar el Estado de derecho.
En este contexto es consecuencia maldita que se multipliquen incidentes tan grotescos como los del magistrado que se convierte en pistolero y el evaluador que se trastroca en coimero.
Así, después de iniciativas interesantes aunque infructuosas como las del Ceriajus (y de algunos presidentes bien intencionados de la Suprema), lo único que queda es apostar a que quizá a partir del 2011 la reforma judicial sea retomada con ética, decencia, sapiencia y recursos, para incluir un auténtico cambio en todas las partes involucradas en la estructura de la corrupción: abogados litigantes, magistrados, fiscales, auxiliares jurisdiccionales, encargados de las mesas de partes y distribución de expedientes, policía, partidos políticos y medios de comunicación.