En Chile, tras veinte años de sucesivos gobiernos democráticos, el per cápita pasa de 4,542 dólares a 14,299 de hoy. La pobreza baja de 38,8% a 13,7. Los matriculados en la educación superior suben de 249 mil a 809 mil. Y la inversión en salud de 7 millones de dólares a 307 millones. Esto ocurre entre 1989 y el 2009. Cuando ya no gobierna Pinochet. Lo digo por los que creen que “mejor dictaduras”.
Estos son los datos crudos, empíricos, como a mí me complacen, y probablemente al lector, y con ellos intentar reflexionar desde la realidad y no desde las medias verdades; datos por lo demás que recojo del diario El Mercurio, en la edición misma en que anuncia: “Piñera, presidente electo” (18 de enero). No surgen de ningún estudio sofisticado, esos datos los conoce todo el mundo.
Ahora bien, traté a esas elecciones presidenciales de enigmáticas en un artículo anterior, y me ratifico. ¿Qué explica, en efecto, que 3,563,050 votos le dieran la victoria a la oposición, pese a que la Concertación, tras suyo, deja un país en progreso? ¿Qué pasó?
Mi primer gesto de curioso, de observador sin “a priori” ni favorable ni desfavorable, fue escuchar a la gente. “Mucho tiempo los mismos”. E indagué. En efecto, ministros de Bachelet promedian 13 años de participación en gobiernos concertacionistas. Por ejemplo, Marigen Hornkohl, ministra con Aylwin, Frei y Lagos, luego embajadora, luego de nuevo ministra. No es la única.
Conté 22 casos de esos que los franceses llaman “personal político”. Pero el dato no me pareció muy decisivo. Acaso revela la existencia de una clase administrativo-política. Por otro lado, ese tema, altos cargos sin rotación, no explica un fin de los tiempos. El fin de la Concertación.
Para intentar comprender lo que pasó, voy a proponer una paradoja. La siguiente: suele ocurrir que unas elecciones revelen cómo una sociedad ha sufrido cambios, pero se da el caso que las primeras víctimas de los mismos pueden ser, electoralmente, aquellos que los provocaron. Como la sociología es una ciencia de situaciones, pondré un par de ejemplos. En México, un partido, un gobierno con rostros sucesivos, el del PRI, gobierna no 20 años como en Chile, sino 71 años. Desde los años 30 con Lázaro Cárdenas hasta el 2000, que los derrota Vicente Fox. La crítica interna trata al “milagro mexicano” como una “mezcla eficaz de dominación política, clientelismo, paternalismo, y a la vez, un proyecto modernizador, industrial, urbano, capitalista” (Aguilar Camín).
Sin duda, ¿pero qué los derrota? ¡Al parecer, sus propios éxitos! Traigo a colación un testigo insospechable de simpatía priísta, el escritor Carlos Fuentes: “La Revolución urbanizó e industrializó a México; envió a millones de niños a la escuela; el resultado fue una nueva sociedad civil, letrada, enérgica, compuesta de profesionistas, burócratas, tecnócratas, empresarios, intelectuales, mujeres”. O sea, las clases modernas creadas por el priísmo, lo enterraron. Otro escenario, España, a la muerte del caudillo. El Rey y Adolfo Suárez consultan al pueblo español, 15 de diciembre, 1976, el referéndum, y los hijos sociales del franquismo lo liquidan en las urnas. Nace la Transición. Y en Chile, en 1988, pasa algo parecido.
El No, con un 55,99 %, derrota al Sí pro Pinochet (un 44,01%). Y hoy, ¿no pasa acaso algo semejante? ¿No hay nuevas metas a las que aspira la sociedad chilena actual?
Pero debo concluir. La Concertación ha tenido lo que un sutil opinólogo mexicano ha llamado “el infortunio del éxito”. Y por eso, la frase más inteligente que he escuchado o leído en todo este proceso electoral, me parece la de Gutenberg Martínez, fundador de la Concertación: “No fuimos capaces de interpretar debidamente la magnitud de los cambios que desarrollamos”. La anoto con saña. Que la clase política que hoy gobierna en el Perú se mire en ese espejo.
En política, unos calientan el té y otros se lo toman