Por Sinesio López Jiménez
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Más allá de los dimes y diretes, de los chismes que suscitan y de las informaciones que revelan los WikiLeaks, hay un tema central que se oculta y no se quiere discutir: el papel de los poderes internacionales en los procesos políticos internos y la actitud de las elites políticas locales frente a esos poderes. Las idas y venidas de la derecha a la embajada norteamericana para pedir protección y ayuda son un rito conocido y repetido a lo largo de la historia del Perú de los siglos XIX, XX y XXI. Pero esto no pasa ni ha pasado solo en la derecha. También la izquierda ortodoxa tenía (antes de la caída del muro) sus propias embajadas como referencia política: Moscú y Pekín.
¿Qué explica la subordinación persistente de las elites locales a los poderes internacionales? La explicación hay que buscarla en la incapacidad de estas elites para enfrentar y resolver los problemas políticos que ellas juzgan fundamentales. En el fondo, es su incapacidad para hacerse cargo del país, de su historia y de su destino. Necesitan apoyarse en los poderes imperiales para imponer y mantener su dominación interna. Eso hicieron en las elecciones del 2006, parcialmente en la transición democrática del 2000, en la imposición del modelo neoliberal en 1990. En las coyunturas críticas en las que se presentan desafíos inevitables para resolver problemas nacionales de fondo y que exigen, por eso mismo, capacidad política, imaginación y audacia, las elites tiemblan, trastabillan y demandan el auxilio del imperio.
Estas conductas tienen profundas raíces históricas que hasta ahora no hemos podido superar: remontan al hecho colonial. En las ciencias sociales se estudian ciertos hechos que marcan gruesamente el camino y la historia que transitan los países. Se trata del path dependence. El hecho militar de la conquista española y el proceso colonial que lo siguió han marcado nuestra historia desde el siglo XVI hasta nuestros días. Pese a los esfuerzos y a las luchas de diversos contingentes sociales, no hemos podido romper las cadenas de esa pesada historia. Los movimientos de resistencia indígena, el más importante de los cuales fue la revolución de Túpac Amaru, fracasaron en su intento de acabar con la opresión colonial. La independencia, pese a los esfuerzos de las clases medias criollas, tampoco acabó con la colonia. La aristocracia criolla quería proclamar la independencia sin abjurar de la colonia, de acuerdo a la expresión lapidaria del historiador inglés John Lynch.
En los años 30 del siglo XX José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre buscaron abrir una ruta nacional a la solución de los problemas estructurales del país dentro de sus propias perspectivas: socialista el primero, nacional-popular el segundo. En ambos casos, la ruta nacional no significaba enclaustramiento sino apertura al mundo internacional desde los intereses de las clases populares y de las peculiaridades del país. Ya sabemos en qué acabaron esas interesantes apuestas: Mariátegui, combatido y distorsionado por la III Internacional y Haya de la Torre, perseguido, derrotado y aliado de la oligarquía y del imperio.
En los años 60 reaparecen las banderas de los 30, pero empuñadas por otros protagonistas: la nueva izquierda y el velasquismo.
Este acabó con la oligarquía y el gamonalismo y puso límites a la dominación imperial. La derecha pasó un largo período en hibernación sin hallar el camino a la embajada para buscar protección. La nueva izquierda con la vieja izquierda impulsaron el clasismo igualitarista. Pese a ser una dictadura, Velasco impuso un amplio proceso de democratización y de inclusión. Luego de la derrota del clasismo y del velasquismo, retornó la derecha del brazo de los poderes imperiales en los 90. En el 2006 la derecha se asusta con la aparición de Ollanta Humala (quien busca abrir un cauce nacional y popular a los cambios estructurales del país) y recurre nuevamente a la embajada. Lo demás es historia reciente y conocida.
Más allá de los dimes y diretes, de los chismes que suscitan y de las informaciones que revelan los WikiLeaks, hay un tema central que se oculta y no se quiere discutir: el papel de los poderes internacionales en los procesos políticos internos y la actitud de las elites políticas locales frente a esos poderes. Las idas y venidas de la derecha a la embajada norteamericana para pedir protección y ayuda son un rito conocido y repetido a lo largo de la historia del Perú de los siglos XIX, XX y XXI. Pero esto no pasa ni ha pasado solo en la derecha. También la izquierda ortodoxa tenía (antes de la caída del muro) sus propias embajadas como referencia política: Moscú y Pekín.
¿Qué explica la subordinación persistente de las elites locales a los poderes internacionales? La explicación hay que buscarla en la incapacidad de estas elites para enfrentar y resolver los problemas políticos que ellas juzgan fundamentales. En el fondo, es su incapacidad para hacerse cargo del país, de su historia y de su destino. Necesitan apoyarse en los poderes imperiales para imponer y mantener su dominación interna. Eso hicieron en las elecciones del 2006, parcialmente en la transición democrática del 2000, en la imposición del modelo neoliberal en 1990. En las coyunturas críticas en las que se presentan desafíos inevitables para resolver problemas nacionales de fondo y que exigen, por eso mismo, capacidad política, imaginación y audacia, las elites tiemblan, trastabillan y demandan el auxilio del imperio.
Estas conductas tienen profundas raíces históricas que hasta ahora no hemos podido superar: remontan al hecho colonial. En las ciencias sociales se estudian ciertos hechos que marcan gruesamente el camino y la historia que transitan los países. Se trata del path dependence. El hecho militar de la conquista española y el proceso colonial que lo siguió han marcado nuestra historia desde el siglo XVI hasta nuestros días. Pese a los esfuerzos y a las luchas de diversos contingentes sociales, no hemos podido romper las cadenas de esa pesada historia. Los movimientos de resistencia indígena, el más importante de los cuales fue la revolución de Túpac Amaru, fracasaron en su intento de acabar con la opresión colonial. La independencia, pese a los esfuerzos de las clases medias criollas, tampoco acabó con la colonia. La aristocracia criolla quería proclamar la independencia sin abjurar de la colonia, de acuerdo a la expresión lapidaria del historiador inglés John Lynch.
En los años 30 del siglo XX José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre buscaron abrir una ruta nacional a la solución de los problemas estructurales del país dentro de sus propias perspectivas: socialista el primero, nacional-popular el segundo. En ambos casos, la ruta nacional no significaba enclaustramiento sino apertura al mundo internacional desde los intereses de las clases populares y de las peculiaridades del país. Ya sabemos en qué acabaron esas interesantes apuestas: Mariátegui, combatido y distorsionado por la III Internacional y Haya de la Torre, perseguido, derrotado y aliado de la oligarquía y del imperio.
En los años 60 reaparecen las banderas de los 30, pero empuñadas por otros protagonistas: la nueva izquierda y el velasquismo.
Este acabó con la oligarquía y el gamonalismo y puso límites a la dominación imperial. La derecha pasó un largo período en hibernación sin hallar el camino a la embajada para buscar protección. La nueva izquierda con la vieja izquierda impulsaron el clasismo igualitarista. Pese a ser una dictadura, Velasco impuso un amplio proceso de democratización y de inclusión. Luego de la derrota del clasismo y del velasquismo, retornó la derecha del brazo de los poderes imperiales en los 90. En el 2006 la derecha se asusta con la aparición de Ollanta Humala (quien busca abrir un cauce nacional y popular a los cambios estructurales del país) y recurre nuevamente a la embajada. Lo demás es historia reciente y conocida.