viernes, 2 de julio de 2010

Espacios para una plena dignidad humana

Espacios para una plena dignidad humana Temas:

Por: Horacio Cerutti Guldberg

El siguiente texto es la parte sustancial de la Conferencia Magistral brindada por su autor al recibir el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Varsovia (Polonia) el 20 de mayo de 2010.

“(…) siempre estamos (re)buscando el sentido de nuestras vidas.
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Para qué, por qué, cómo, dónde, de qué manera, hacia dónde vivir son preguntas obsesivas, las cuales pueden hasta agobiarnos. Y son típicas de los sobrevivientes, dado que eso somos también sin duda alguna: sobrevivientes.
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¿En qué contexto preguntamos hoy por el sentido?
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Admito que siempre el presente es complejo y hasta amenazador.
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Situados aquí, basta con revisar los mapas de Polonia en los últimos siglos. Aparece, en una primera aproximación, un país fugaz, con fronteras móviles en permanente desplazamiento, siempre amenazado y siempre reivindicando su autonomía nacional.
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Nociones del siglo pasado, como “corredor polaco” o “Lebensraum”, sugieren algo más acerca de aquello a lo que procuro referirme.
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Pero hoy, la situación tiene tintes quizás hasta más potencialmente dramáticos para Polonia, para Nuestra América y para todo el mundo en general.
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¿Será que nos aparece así por la información casi instantánea o, al mismo tiempo, por la desinformación que esa instantaneidad conlleva?
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No lo sé a ciencia cierta.
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Sólo una enumeración, sin orden cronológico y a manera de bosquejo acumulativo, puede ayudar a captar lo que pretendo sugerir: golpe de estado en Honduras, siete bases con presencia usamericana en Colombia, compra de equipo bélico por parte de Brasil a Francia, la IV Flota nuevamente por los mares de Nuestra América después de tres décadas, crisis financiera mundial, terremoto en Haití, terremoto en Chile, profundización de la crisis económica en Grecia con amenazas fuertes en España y Portugal, explosión del volcán islandés, destrucción progresiva por razones ecológicas del Coliseo romano, derrame de petróleo incontrolable en el Golfo de México, leyes antiinmigrantes en Arizona, y un larguísimo etcétera relacionado con la contaminación o deterioro ecológico por el calentamiento global, el hambre, la exclusión creciente de inmensas mayorías de la población mundial de los servicios y derechos más elementales, conflictos étnicos y religiosos, guerras (potenciales, ocultas, en preparación, retenidas, en evaluación y proyecto).
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¿Visión apocalíptica?
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De ninguna manera y lo dice quien lleva casi cuatro décadas investigando sobre apocalipsis y escatología.
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No.
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No visión catastrofista sino mera constatación de parte –felizmente no de la totalidad– de lo que nos rodea.
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¿Y qué más, aparte de estos aspectos horrorosos, nos rodea?
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Muestras de fraternidad, solidaridad, comprensión, no sólo de tolerancia sino también de hospitalidad humana. Esfuerzos por no renunciar a la experiencia fecunda de una cotidianidad y un presente acogedores, agradables, donde el buen vivir, la vida buena, se manifestara a plenitud, sin limitaciones, con toda la alegría, la hermosura y la belleza que conlleva la experiencia del amor, del cariño, del respeto, del reconocimiento y del aliento que unas y unos nos brindamos junto a otros y otras.
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Pero, ¿no pasaríamos así de una aparente y negativa visión catastrofista y apocalíptica a una visión paradisíaca, ilusoria y sin sustento de ningún tipo?
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El riesgo es inmenso. La verdadera cuestión quizá pudiera abordarse como sigue: por no correr ese riesgo
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¿será aceptable negarse a imaginar un mundo mejor?
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¿Habrá que conformarse con el ‘ahí se va’ y doblar nuestros brazos derrotados antes siquiera de intentar –no sólo realizar estos sueños– sino al menos inicialmente examinar con todo rigor teórico y sapiencial nuestra relación con los ideales y los deseos?
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¿O todo debe quedar en pura ‘moralina’ ineficaz por definición, donde se predica lo que no se hace: hay que ser buenos, etcétera, etcétera, y, en el fondo, “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”?
Aquí es menester incluir una serie de nociones relacionadas entre sí y con una perspectiva inicial, aunque no exclusiva ni excluyentemente, geográfica y, cada vez más, astronómica. No por algo a eso se dedicó en cuerpo y alma nuestro amigo Andrzej Dembicz con tanta obstinación. Son las complejas, quizá por sus referencias mutuas, nociones de: espacio, lugar, sitio, región, ámbito, locus, topos, ubicación, suelo, zona, interior, exterior, paisaje, escenario, límite, punto, intersticio. Aludidas por los términos: donde, en, sobre, desde; y en correlación con otros diversos niveles discursivos: horizonte, frontera, aire, cósmico, más allá, paraíso, liminar.
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Cada uno de estos términos –y la enumeración no pretende ser exhaustiva– nos permite matizar aspectos, variantes, facetas de lo que en primera instancia es, ahora dicho en sentido positivo, espacio vital, el espacio en que habitamos o que habitamos.
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Y esta última es una distinción no por sutil menos decisiva.
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Lo habitamos porque nosotros lo construimos simbólica y fácticamente.
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La “y” juega aquí un inherente papel unificador.
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Permítanme enunciar a continuación mi tesis (¿hipótesis?) fuerte, la cual intentaré fundamentar posteriormente lo más que me sea factible. Porque, aunque lo parezca, el espacio no es algo dado en el que nos desenvolvemos.
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Somos nosotros –individual y colectivamente– quienes lo moldeamos y construimos, elaboramos a nuestra medida o a lo que creemos sería nuestra medida, aunque después aparezca como una malla o entramado restrictivo, agobiante, asfixiante, claustrofóbico.
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Un corral apestoso o un jardín paradisíaco. Muy poco, si acaso algo, de todo esto nos es dado (me refiero en cuanto nos consideramos seres humanos). Todo es construido. Lo cultural inunda lo natural hasta un punto en que ambas dimensiones se hacen casi indiscernibles.
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Y esta intromisión de una dimensión en otra aumenta progresivamente. Ya casi es impensable un paisaje no social. Por tanto, lo simbólico aparece no solamente unido a, sino también en tanto conformador de lo natural.
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No hay natural inmediato o acceso inmediato a lo natural sino siempre mediado por lo simbólico, cuya historicidad es inherente.
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Esta historicidad está también, en el límite, constituida por espacialidad en tensión, intensa, extensa, encadenada y hasta escalonada.
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Por lo dicho, someterse a vivir –si a eso se le puede llamar vivir– según un ‘modelo Auschwitz’ generalizado, extendido, donde el espacio público es prácticamente eliminado y lo privado se convierte en reducción carcelaria ultravigilada y donde a lo más está permitida la ‘convivencia’ pasiva con la TV o los medios virtuales de comunicación, sólo conduce a una restricción del espacio hasta un punto intolerable.
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¿Estamos en eso?
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En buena medida. Nuestras experiencias espaciales y temporales aparecen todas predeterminadas casi en su totalidad. Por dónde vamos, a qué hora, con quiénes estamos, para qué, cómo, etcétera, etcétera. Todo (pre)planificado, (pre)parado, (pre)determinado, (pre)decidido. Lo cual lleva a preguntarnos: ¿Y nosotros qué decidimos? Pues, del ‘menú’ que se presenta, lo que más nos guste. Siempre y cuando no se nos ocurra cuestionar o cambiar el menú o, mucho peor, también el modo de cocinar, los ingredientes, los ritmos, las recetas, los instrumentos de cocina, la ubicación de la cocina y el comedor, las horas de comer, el decorado, las cocineras y cocineros, los condimentos y todo lo demás.
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Esta transgresión es vista como irracional, ilusoria, irrealizable, imposible, fuera de toda justificación, irreal; en el límite delirante, ‘utópica’.
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Una idiotez (en sentido etimológico) absurda y hasta muy peligrosa. Proponer ingenuamente paraísos suele llevar a infiernos todavía peores. Por tanto, mejor abstenerse. Porque, entonces, nos habríamos deslizado de los riesgos apocalípticos e idealistas a ciertos mesianismos, los cuales pudieran llegar incluso a adquirir matices milenaristas.
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Y no es por ahí, considero, que debe enfocarse nuestra reflexión sino asumiendo estos riesgos de caminar por la cuerda floja, por la cornisa, junto a estos abismos como equilibristas para poder avanzar creativamente.
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Porque la pregunta de fondo, decisiva e in-evadible, puede enunciarse así: ¿Es posible, sí, posible, renunciar a la dignidad humana plena? Pareciera que la respuesta sea claramente “No”.
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Pero, después comenzarían los matices: no renunciamos, sólo aceptamos lo que se pueda. Peor es nada. Lo mejor es enemigo de lo bueno. Hay que conformarse con los pedacitos de espacio y tiempo que nos son concedidos (¿las migajas que caen de la mesa?), finalmente, el carpe diem de mi, mutatis mutandi, tocayo Horacio. En otras palabras, disfrutemos la pachanga mientras se pueda, evadamos dificultades, no dejemos para mañana lo que podamos hacer (¿gozar?) hoy, a cualquier precio que sea o, para decirlo en términos de la ética del darvinismo social: ande yo caliente, ríase la gente. Vámonos, pues, de vacaciones. Y ahí toparemos de nuevo con el mismo obstáculo. Resulta que todo estará (pre)organizado, y el contacto con la naturaleza resultará igual de artificial en cualquier organización turística del globo.
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¡Ahora hasta se preparan viajes turísticos a la luna! Después serán a Marte, etcétera, etcétera.¿Cómo ubicarnos eficientemente antes del (pre)? Ése es el punto neurálgico. ¿Es inteligente disfrutar el aquí y el ahora? ¡Por supuesto! Lo que no es inteligente es aceptar que el hic y el nunc sean impuestos bajo la máscara de que no hay otras posibilidades. Y eso no porque se desee que las haya sino porque efectivamente las hay o podemos construirlas (¿inventarlas?). Es cuestión de nuestro ingenio (razón apasionada y nunca por ello perturbada) examinar todas estas aristas y buscar los cómos, cuándos, dóndes, etcétera y, sobre todo, los para qué y para quiénes. Este es un trabajo que requiere convergencia de esfuerzos, comunión intelectual, creación de hermandades en búsquedas y persecución de la concreción de ideales.
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El asunto es entonces encontrar el modo de pensar y realizar lo nuevo que deseamos y necesitamos.
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Nuestra América fue vista originalmente como un espacio vacío por ser llenado de acuerdo con las necesidades y los proyectos de quienes llegaron a ‘descubrirla’. Cuando se advirtió que había seres aquí, no se dudó en apreciarlos primero como ‘buenos’, pero, apenas mostraron resistencia a las imposiciones, ya no se pudieron librar de los descalificativos: bárbaros, salvajes, incivilizados, etcétera. Quizás el único reconocimiento que se les hizo fue el declararlos “homúnculos”, como un modo de no negar totalmente su humanidad, lo cual hubiera dejado sin sustento la labor evangelizadora y su correlato colonizador, sino aceptar apenas lo mínimo para eso, aunque sin plenitud ni vigencia ninguna. Sujetos sujetados o, más bien, objetos maleables al gusto de los dominadores.
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Toda la historia a partir de allí ha estado plagada de estos esfuerzos por lograr autorreconocimiento, autovaloración, autonomía, por lo tanto ser sujetos sustentadores del propio protagonismo, de las propias responsabilidades, de los propios anhelos, de las propias decisiones, de los propios deseos. Lo cual se dice fácil pero ha resultado de muy difícil concreción. No es casual que el denominado ‘descubrimiento’ de esta parte del globo haya conllevado también la idea de un Nuevo Mundo.
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Un mundo novedoso donde todo lo difícilmente aceptable en el Viejo aquí sería realizable, pasible de ser concretado efectivamente, experimentable, hasta disfrutable. La historia de esta parte del globo está plagada de estas mezclas entre constataciones fácticas y deslizamientos casi imperceptibles hacia zonas fantásticas, curiosa y sugestivamente erotizadas. Visiones del paraíso se entremezclaron con espacios disponibles para todos los ideales habidos y por haber. Como si constituyera este trozo del globo el lugar, el espacio adecuado para soñar despiertos, y no sólo eso sino también y sobre todo para hacer de esos sueños apetecidos realidades tangibles y disfrutables.
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Por algo la utopía surgió en relación con este sector de la geografía universal. Me refiero al término con todas sus entremezcladas y sugestivas alusiones. Ese topos no disponible en el Viejo Mundo aparecería como lo totalmente a la mano en el Nuevo. Y daría lugar a pensar-imaginar-elucubrar-soñar-diseñar-ocupar un no lugar que no existe, pero que debiera existir si… En un inmenso ‘si’ condicional que brinda las pautas de todo lo deseable en cada caso. Por ello, también hay que prestarle atención a la toponimia. No resultan vanos los nombres, la innumerable lista de nombres que se han dado o atribuido a nuestras regiones. Porque al llamarlas o denominarlas se ha estado y se está tratando de asegurar cierto dominio principalmente simbólico de esos espacios.Este esfuerzo de convergencia y construcción implica suma de esfuerzos y de interlocución respetuosa, al tiempo que alerta máxima frente a las falacias naturalista e idealista. Ni tránsito descuidado de descripciones a prescripciones, ni lo contrario. Felizmente, estas dificultades y confusiones entre lo enunciativo y lo normativo suelen estar muy lejos de la tensión utópica. Confundir lo que es con lo que debiera ser o anhelamos que sea, es tanto como anular esa misma tensión, la cual surge justamente por la contraposición entre ser (indeseable) y deber ser (deseable, anhelado, soñado).
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Es esta tensión lo que remueve toda la estructura de nuestro imaginar-decidir-y-actuar cotidiano, estructura procesual consecuente, ante la cual no podemos evadirnos ni ignorarla. Lo que común y simplistamente ha sido visualizado como fuga utópica en realidad no es tal. Ni en cuanto al denominado ‘género’ utópico ni, muchísimo menos, en relación con la tensión utópica entre un statu quo intolerable y unos ideales ansiados de vida plena o de un mundo más acogedor.En este esfuerzo por ejercer en plenitud el derecho a nuestra utopía y dejar de ser sólo un aparente espacio disponible para las utopías ajenas (las de aquellos que, por cierto, jamás tomaron en cuenta nuestros derechos y más bien se impusieron siempre por la fuerza), requerimos un enconado compromiso en la reconstrucción de nuestra propia historia, de nuestras visiones de la misma, de nuestro propio pensamiento y filosofía, de nuestros ideales y nuestras búsquedas. Una reapropiación de la dimensión simbólica de nuestro locus o topos espacio-temporales.
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Fuimos colonia, espacio donde sólo se aplicaban decisiones tomadas en las metrópolis y, aun cuando se ejerciera la fórmula “se acata pero no se cumple” por parte de muchos funcionarios locales, siempre los intereses por ser satisfechos eran ajenos. Roto el vínculo colonial, permanecieron espacios neocoloniales. Puerto Rico es quizá la muestra más flagrante, con su ingeniosa noción de “estado libre asociado”, galimatías que abrió espacios de articulación política pero no logró avanzar en una independencia siempre postergada. Y el resto de la región, con himno, banderita, fuerzas armadas propias y supuestas soberanías en tanto monopolio de la violencia por parte del Estado en un territorio determinado (incluyendo mar territorial), sería visto como integrada por logrados Estados nacionales.
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Sin embargo, las decisiones siguieron tomándose en los centros, y estas periferias padecieron la dependencia con dominación.
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Ante el diagnóstico de estas específicas situaciones de dependencia, ya no coloniales ni neocoloniales, se reafirmó en el último tercio del siglo XX la necesidad de impulsar procesos de liberación que pudieran culminar así la independencia plena, la emancipación integral. En esos contextos, la reivindicación de la democracia en serio y no meramente procedimental –esa democracia plena en que la soberanía corresponde efectivamente a las ciudadanas y los ciudadanos, al pueblo político en el sentido fuerte del término, a ese sujeto colectivo que es el llamado a decidir efectivamente sobre su destino y exigir de sus representantes el cumplimiento eficiente, cabal, responsable, legal y, sobre todo, legítimo de sus mandatos– ha constituido el ideal más añorado en estos últimos decenios y la exigencia mayor de los días que corren.
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Claro que a esa dimensión va asociada la demanda de satisfacer en forma adecuada las necesidades básica y radicales de una sociedad harta de esperar y que, en no pocos ámbitos de la región, se ha decidido a organizarse para reinventar la política de cabo a rabo.
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Con todos los riesgos y ambigüedades que esto implica.En este contexto ha ido tomando forma también una percepción que poco a poco tiende a generalizarse, relacionada con la denominada deuda externa y que quizá convenga reconocer como deuda eterna.
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Para decirlo sin ambages: de supuestos deudores vamos cayendo en la cuenta de que somos acreedores. Esto porque es más lo que se ha extraído abusivamente de Nuestra América que lo que esta región se ha endeudado. Incluso intereses y deudas así estrechamente concebidas han sido pagadas ya con creces. En fin, renacimientos de la vida colectiva se procuran por las vías no violentas de reformas constitucionales. También intentos de renovaciones a fondo de las organizaciones institucionales se experimentan en casi toda la región. Su efectividad está por verse.
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La integración desde las bases de la sociedad y la constitución de una Nuestra América como sujeto protagónico de la relaciones internacionales sigue siendo una tarea pendiente.
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Probablemente, sin esa dimensión será imposible construir ese espacio donde la dignidad humana sea vivida a plenitud. La vía aparece abierta. La demanda es cada vez más clara y nítida. Las propuestas son nutridas cada vez más por la creatividad de inmensos sectores de masa de la población. Son, en definitiva, nuestros sueños diurnos. Y no es malo tenerlos; lo malo es no trabajar disciplinadamente para hacerlos realidad. Porque los sueños forman parte de la realidad y colaboran siempre en el modelado e interminable re-modelado de esa misma realidad.
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Nuestra realidad. De la que venimos, en la que estamos y la que necesitamos modificar. Es una tarea abierta, y nada ni nadie podrá clausurarla o diseñarla totalitariamente.
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Siempre estaremos allí, nosotros y las hijas y los hijos de nuestras hijas y nuestros hijos para procurar esa culminación tan añorada y, esperamos, merecida.
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El filosofar tiene en todo esto tareas nodales por cumplir. Sin su aporte crítico y autocrítico suele ser difícil lograr una mirada holística que permita denunciar sinsentidos y enrumbarse hacia sentidos apropiados.
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El filosofar está llamado precisamente a pensar esta realidad compleja para encontrar las grietas en la dominación, tanto interna como externa, y lograr ejercicios de ingenio a la búsqueda de concretar las transformaciones que no lleven a más de lo mismo sino a un futuro verdaderamente alternativo. Porque hay que evitar caer en el victimismo, atribuyendo todo a una causalidad reductivamente externa, y asumir lo que nos corresponde. La articulación de las tres instancias en que la temporalidad juega nos permite instalarnos en el espacio de modo protagónico.
Porque reconstruir la memoria del pasado ayuda a no reiterar como comedia lo sobrellevado como tragedia. Atisbar matinalmente el futuro nos permite enfrentarnos a visiones crepusculares donde la filosofía sólo cumple funciones justificadoras de lo dado (logrado, impuesto, establecido, consolidado).
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Así, como siempre, todo se juega en el presente.
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Ese presente constituido por una compleja articulación convergente de aquí y ahora es el espacio-tiempo fecundante, en el cual se gesta lo que viene, se reconstruye lo que fue y se disfruta lo que ocurre. Por eso no me cansaré de situar mi propio filosofar, y hasta de sugerir que cabe generalizarlo bajo el ámbito simbólico del colibrí con toda su carga y fuerza polisémica.
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Esta ave americana rompe con su pico la clausura de la flor y permite algo que, tanto en la teoría como en la práctica, resulta decisivo: no llegar tarde.
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Las demandas son muchas, las tareas inmensas, las responsabilidades asumibles y la creatividad fecundante. No podemos quedarnos en meras alegorías. ¡Manos a la obra y a compartir riesgos, logros y fracasos sin temor ni temblor, porque la vida humana merece vivirse a plenitud, y la dignidad humana de todas y de todos no es negociable ni canjeable bajo ningún aspecto!