Dom, 28/02/2010 - 05:00
¿Recuerdan esas imágenes de unas parejas de muñequitos que exaltaban el amor en su versión más idealizada y cursi?
¿Recuerdan esas imágenes de unas parejas de muñequitos que exaltaban el amor en su versión más idealizada y cursi?
Por ejemplo, aquella tomada de Love Story, la lacrimógena película de 1970 basada en un best seller de Erich Segal.
La frase “Amor es nunca tener que pedir perdón” dio lugar a una de las más famosas pinturas de esos personajes, una aterradora celebración del kitsch.
Pues bien, esos recuerdos acudieron a mi mente con ocasión de una conferencia que acepté dictar en el Centro Cultural Británico, la cual titulé precisamente así: Amor es.
Esperaba conjurar los espectros del ridículo, en el que se puede caer estrepitosamente cuando se aborda uno de los tópicos más elusivos de nuestra educación sentimental. Quería ponerme a cubierto recurriendo a la polisemia, la inmanejable ambigüedad de una palabra que ha sido ultrajada por hordas de comentaristas en todas las épocas.
La otra tentación era la de caer en un discurso precavido y escéptico, en donde el riesgoso afecto es desacreditado y reducido ora a un avatar de la evolución, ora a un feroz argumento comercial: “hay cosas que el dinero no puede comprar, etcétera”.
Lo cierto es que en nuestra sociedad de la farándula –sería pretencioso llamar a la nuestra “sociedad del espectáculo”, como lo hacía Guy Débord– el amor es sometido a una manipulación mediática obsesiva. En su libro Amores líquidos, Zigmunt Bauman apunta que hoy ningún producto es de uso extendido; todos terminan en la pila de desechos apenas sale al mercado la versión mejorada: “¿Por qué las relaciones de pareja serían la excepción?”.
A inicios del siglo XIX, Stendhal escribió un extenso ensayo llamado Del amor.
Ahí propone una clasificación, en donde el que parece imperar en nuestro tiempo se conoce como el amor de vanidad: “una duquesa nunca tiene más de treinta años para un burgués”. Con la penetración envidiable de los grandes novelistas, Stendhal se adelanta al concepto de narcisismo, ese gran escollo en el reconocimiento del otro, en la capacidad de amarlo.
Por último, hay quienes, como Lacan, destierran el amor al limbo de la paradoja asintótica: Aimer, c’est donner ce qu’on n’a pas à quelqu’un qui n’en veut pas. Por razones que solo los exégetas lacanianos podrán explicar, esta frase, cuya traducción literal sería “Amar es dar lo que no se tiene a quien no lo quiere”, ha sido traducida por “Amar es dar lo que no se tiene a quien no es”. Es la cuestión del falo la que parece haber interferido entre las lenguas.
A pesar de su oscuridad, no he querido dejar de citar esta repetida fórmula del pensador francés, para subrayar la dificultad de abordar eso que hacía sentir amenazado a Borges: “Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir”.
Concluyo como lo hice en el Británico, con una ocurrencia surgida cuando respondía la última pregunta del público: Al final, el amor es lo que resiste. Luego, cuando miramos hacia atrás, advertimos que esos lejanos puntos de luz, como si los contempláramos desde la cima de una montaña, acaso eran lo más cerca que nos encontramos de la felicidad.
PD: La naturaleza pone, paradójicamente, las cosas en su sitio. Solo se puede sentir tristeza y solidaridad con los chilenos
A pesar de su oscuridad, no he querido dejar de citar esta repetida fórmula del pensador francés, para subrayar la dificultad de abordar eso que hacía sentir amenazado a Borges: “Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir”.
Concluyo como lo hice en el Británico, con una ocurrencia surgida cuando respondía la última pregunta del público: Al final, el amor es lo que resiste. Luego, cuando miramos hacia atrás, advertimos que esos lejanos puntos de luz, como si los contempláramos desde la cima de una montaña, acaso eran lo más cerca que nos encontramos de la felicidad.
PD: La naturaleza pone, paradójicamente, las cosas en su sitio. Solo se puede sentir tristeza y solidaridad con los chilenos