Mar, 18/05/2010
En dos artículos recientes (El Comercio 30/4/ y 7/5/10) Jaime de Althaus sostiene que el mercado disuelve la corrupción y señala que para eliminar este mal habría que extender al mismo.
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El mercado existe, nos dice, en contraposición al “Estado patrimonial”, esa herencia de nuestro pasado donde anida el clientelismo que procrea la corrupción. Su ejemplo son las reformas neoliberales que se habrían producido en el país de 1990 en adelante y que, donde son exitosas, estarían permitiendo que el mercado derrote a la corrupción.
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Antes que nada hay que saludar que por fin algún propagandista neoliberal ponga la discusión sobre la naturaleza de la corrupción en términos estructurales y no siga con la cantaleta de políticos de derecha como Alan García, Lourdes Flores y Alejandro Toledo que la asumen como un problema de conductas y no, como hemos repetido hasta la saciedad, del modelo en funciones.
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Sin embargo, Althaus se equivoca en su apreciación del mercado que propaga este modelo neoliberal.
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No se trata, sino de manera muy restringida, del desarrollo de una sociedad de mercado con consumidores que exigirían por la calidad de los productos y servicios.
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El modelo neoliberal en el Perú lo que desarrolla es un capitalismo de amigotes donde el éxito de los negocios tiene que ver con las relaciones que se tengan con el poder de turno y no con competitividad de los factores de producción.
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Veamos si no buena parte de las grandes inversiones en gas, petróleo y minería o el oligopolio mediático en la TV, que entre otras cosas nos hace sufrir al propio Althaus.
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¿Tienen acaso estos negocios algo que ver con el libre mercado?
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El neoliberalismo no impulsa el libre mercado en el Perú sino que usa el antiguo Estado patrimonial para desarrollar una suerte de clientelismo de los grandes negocios que no disuelve sino que promueve la corrupción, pero no cualquier corrupción, sino una de un volumen que parece acercarse a la del montesinismo.
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Para que el mercado se convierta en una herramienta de racionalidad económica –quizás sería mucho llamarla anticorrupción– tiene que ser parte de un Estado Nacional que desarrolle una comunidad de ciudadanos con múltiples facetas, entre ellas la de consumidores.
Para que el mercado se convierta en una herramienta de racionalidad económica –quizás sería mucho llamarla anticorrupción– tiene que ser parte de un Estado Nacional que desarrolle una comunidad de ciudadanos con múltiples facetas, entre ellas la de consumidores.
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Estos ciudadanos identificados con un Estado que les pertenezca difícilmente se robarán lo suyo. Empero, a ellos los definen los derechos y no la propiedad, por lo que seguramente serán considerados como subversivos por Althaus y sus amigos.