El juez Raúl Rosales Mora –el de la carátula de “Caretas”- ha dado en el blanco: es la imagen perfecta de la judicatura peruana.
Con un añadido: es la imagen perfecta de la judicatura fraguada en Alfonso Ugarte 1012, el domicilio del APRA.
Como desde finales de los años 50 del siglo pasado el APRA no pudo tener novelistas ni poetas –toda su “inteligencia” se fue a la izquierda-, entonces el viejo partido de Haya se dedicó a fabricar jueces.
Fabricando jueces, como es sabido, se tiene una clave del poder.Los hizo en la horma de algunas tradicionales Universidades del norte y, más tarde, según el modelo de la Universidad del Centro, fundada por el APRA de Huancayo y apadrinada desde siempre por don Ramiro Prialé.Años después, esa Universidad central tuvo un vástago limeño que se llamó “Federico Villarreal”.Yo deambulé alguna vez por esas aulas y me pasaba el día conversando de poesía y musarañas, mirando a una chica maravillosa que cojeaba y hablando con un español sabio -de los más sabios que conocí- llamado Fermín Valverde, un especialista en sintaxis que había sido cura franquista y que había dejado el Vaticano por una Boliviana que bien valía todas las sotanas del mundo y con quien se casó y fue feliz.
En la Villarreal había una maquinaria que no paraba nunca y esa era la de la Facultad de Derecho, que no cesaba de fabricar abogados dispuestos a todo. Dispuestos a ser jueces, para empezar.
A ser jueces en un tiempo en el que ningún abogado de éxito quería ser juez (dada la paga formal que se ofrecía).Hasta de noche funcionaba “Derecho”, con aulas repletas de angurrientos y profesores de calvas aceitosas y grandes voces que reverberaban con la megafonía.
Eran los tiempos en que el Búfalo Pacheco, embajador plenipotenciario del APRA, reinaba a hebillazo limpio en los patios del “claustro”. Y fue la época en que el decano de Educación, Eugenio Chang, protagonizó un incidente extravagante en la puerta de la facultad.
Sucedió que su esposa lo conminó, a la intemperie, a que tomara una decisión.
Y lo hizo no sólo en público sino en presencia de la manzana de la discordia, una señorita que daba la impresión de haber ganado la batalla antes de librarla.
Bueno, de esas usinas villarrealinas del derecho (y de otras con el mismo sello partidario) salieron los jueces como Raúl Rosales Mora: disciplinados, lóbregos, impropios.
Se les veía felices en el palacio de justicia –esa mole afrancesada, ese puterío con citas en latín-, en su tinta junto a sus secretarios, en su hábitat frente a miles de expedientes cosidos.
Parecían haber nacido allí.
Eran parte del otrosí aprista: si votas por mí, no olvides que podrás contar con la benevolencia institucional de nuestros jueces.Una de las pocas cosas buenas que ocurrió a principios de los 90 fue que se barriera con parte de esa red.
Claro, en ese momento nadie imaginó que Fujimori era el gánster que llegaría a ser y que la judicatura aprista sería reemplazada, a la larga, por el Chino Rodríguez Medrano y su banda.Lo cierto es que en el año 2001, cuando los Rosales Mora fueron restituidos por la transición democrática, pocos repararon en el hecho de que esa reivindicación suponía también el regreso masivo del APRA al poder judicial.
Retorno triunfal que hoy conoce su más vicioso resplandor.
De toda esa historia vienen estos gatillos, estos revólveres cargados, estas caras que merecen un prontuario, estas “valentías” de mafioso alanista.