Tomo la posta de la discusión planteada ayer en estas páginas por Juan de la Puente, a propósito de “La encuesta del poder” publicada por Apoyo y sus resultados sobre los intelectuales más influyentes en el país.
Definamos como intelectuales a quienes parten de una legitimidad obtenida en las artes, ciencias o humanidades en general, para desarrollar también una reflexión sobre los principales problemas y desafíos de su tiempo, que establecen pautas de acción política. El intelectual así definido no existe propiamente en los EEUU, por ejemplo, donde parece primar el criterio de que a problemas específicos se debe recurrir a expertos específicos. Por el contrario, en Europa en general, existe una sólida y larga tradición de intelectuales interviniendo en la esfera pública; de allí surgió la figura del “intelectual comprometido”, que ha impactado tanto en A. Latina.
En nuestro país, como sugiere De la Puente, los intelectuales han tenido influencia en tanto se relacionaron con actores políticos y sociales que convertían en acción aquello que se planteaba en el plano de las ideas. En la década de los ochenta, por ejemplo, en la derecha tuvimos a Vargas Llosa, un cruzado liberal; y a De Soto, que apostó por los informales y los derechos de propiedad. En la izquierda, Matos Mar también apostó por los informales, pero dentro de un programa más amplio de transformaciones; Sinesio López intentó fundamentar una propuesta “nacional-popular”; Flores Galindo reivindicó al movimiento campesino-indígena; Pablo Macera proponía dar forma política a lo que hoy el historiador José Luis Rénique llama la “tradición radical” del país.
En la actualidad, con políticos personalistas, partidos no ideológicos, que desdeñan la importancia de contar con diagnósticos y programas de gobierno, y que se amparan en la tecnocracia global y local predominante, los intelectuales han perdido peso. El que en los últimos años se mencione reiteradamente a Vargas Llosa y a De Soto parece expresar más su prestigio internacional que su real influencia local. Julio Cotler fue demasiado liberal para los izquierdistas y demasiado de izquierda para los conservadores, y su influencia ha crecido conforme hay ahora liberales no conservadores e izquierdistas liberales, aunque ninguno de estos grupos es verdaderamente influyente más allá de círculos académicos y periodísticos.
Si los políticos desdeñan a los intelectuales, si no hay partidos o movimientos que pongan en práctica sus orientaciones, la relación entre intelectuales y política será diferente a la del pasado. ¿Nos acercaremos al modelo norteamericano? En todo caso, también es cierto que no toda la responsabilidad es de los políticos: el país ha atravesado por profundas transformaciones en los últimos años, que todavía no han producido grandes visiones de síntesis, y en eso los intelectuales están (estamos) todavía en deuda.
Definamos como intelectuales a quienes parten de una legitimidad obtenida en las artes, ciencias o humanidades en general, para desarrollar también una reflexión sobre los principales problemas y desafíos de su tiempo, que establecen pautas de acción política. El intelectual así definido no existe propiamente en los EEUU, por ejemplo, donde parece primar el criterio de que a problemas específicos se debe recurrir a expertos específicos. Por el contrario, en Europa en general, existe una sólida y larga tradición de intelectuales interviniendo en la esfera pública; de allí surgió la figura del “intelectual comprometido”, que ha impactado tanto en A. Latina.
En nuestro país, como sugiere De la Puente, los intelectuales han tenido influencia en tanto se relacionaron con actores políticos y sociales que convertían en acción aquello que se planteaba en el plano de las ideas. En la década de los ochenta, por ejemplo, en la derecha tuvimos a Vargas Llosa, un cruzado liberal; y a De Soto, que apostó por los informales y los derechos de propiedad. En la izquierda, Matos Mar también apostó por los informales, pero dentro de un programa más amplio de transformaciones; Sinesio López intentó fundamentar una propuesta “nacional-popular”; Flores Galindo reivindicó al movimiento campesino-indígena; Pablo Macera proponía dar forma política a lo que hoy el historiador José Luis Rénique llama la “tradición radical” del país.
En la actualidad, con políticos personalistas, partidos no ideológicos, que desdeñan la importancia de contar con diagnósticos y programas de gobierno, y que se amparan en la tecnocracia global y local predominante, los intelectuales han perdido peso. El que en los últimos años se mencione reiteradamente a Vargas Llosa y a De Soto parece expresar más su prestigio internacional que su real influencia local. Julio Cotler fue demasiado liberal para los izquierdistas y demasiado de izquierda para los conservadores, y su influencia ha crecido conforme hay ahora liberales no conservadores e izquierdistas liberales, aunque ninguno de estos grupos es verdaderamente influyente más allá de círculos académicos y periodísticos.
Si los políticos desdeñan a los intelectuales, si no hay partidos o movimientos que pongan en práctica sus orientaciones, la relación entre intelectuales y política será diferente a la del pasado. ¿Nos acercaremos al modelo norteamericano? En todo caso, también es cierto que no toda la responsabilidad es de los políticos: el país ha atravesado por profundas transformaciones en los últimos años, que todavía no han producido grandes visiones de síntesis, y en eso los intelectuales están (estamos) todavía en deuda.
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